La mujer de amarillo (cuento)

 LA MUJER DE AMARILLO

Era rubia y vestía algo de color de los mangos maduros, cuando es año de lluvias tempranas y abundan las frutas en las ramas de los árboles. El hombre estaba apurado, parqueó la bicicleta a un costado y mencionó un medicamento. O esa mujer era la de ayer y el hombre era el mismo: tenía mala cara y sabía que estaba enfermo. Y no mencionó medicamento alguno, sino que entregó unos papeles y el carné de identidad para que le inscribieran en la farmacia. La mujer de la mesa acababa de atender a una señora de la cola, otra estaba en punta y detrás del hombre de la bicicleta había todavía dos personas.

― Voy a almorzar. En media hora los atiendo ― y sacó un pozuelo y unos cubiertos y se puso a comer a la vista de los clientes, que sin proponérselo hallaban con la mirada el muralito sindical sobre la cabeza de la mujer, con las coloridas fotos de los próceres recientes. Nada importante, no hay norma que cumplir en ese apartado del día. Además, media hora de almuerzo es más que justo. Pero ojalá que no se tome una hora, pensaban los clientes, que esperaban por el captopril para la presión, salbutamol para sobrevivir a los ataques de asma, quien la dolluviasmpiridona para sus digestiones; los otros y los que iban a venir después lo único que necesitaban era medicina para sus nervios: sertralina, amitriptilina, alprazolam, clorazepam... La ciudad se estaba llenando de gentes nerviosas, irritables, que ya no ponían el noticiero, ni escuchaban la radio, ni se preocupaban por los periódicos salvo para usos domésticos, como brillar cristales. Las cosas no iban mal, decían todos los días, pero la gente se pone nerviosa si los precios suben y suben y el salario no alcanza y falta el arroz, y el café no viene a la bodega y el azúcar no vuelve y la descarga de un barco con productos de la canasta básica se convierte en noticia internacional. Cuando alguno se enferma y no aparecen los medicamentos los que en verdad se atormentan son los familiares; lo que hace el enfermo es sobrellevar la cuestión para no preocuparlos.

El hombre de la bicicleta era bastante resistente, muchos años atrás había pasado una tremenda crisis de nombre bonito, una crisis nacional que no lo había enfermado ni le había quitado el optimismo, ni las ganas de nada, tal vez porque era joven, o porque era así, tenía energía. Pero aquello pasó y esta vez parece que todo lo que había aprendido había quedado atrás. Y era resistente todavía, capaz de caminar y andar en la bicicleta muchas horas, pero algo se le había roto por dentro. O tal vez se rompió fuera, a su alrededor, y se quedó un poco como un boxeador de experiencia al que llega un inexperto y un poco tramposo novato y le da un golpe sucio. Y no cae, pero tiene que ir a una consulta y salir con un puñado de recetas. 

Lo de la rubia fue ayer y lo mantuvo molesto hasta lo que pasó hoy. Pensó que algo mal había en el país, pero a fin de cuentas lo que pasó puede ser problema de una persona en particular, una cuestión de actitud ante el trabajo. Cuando pasó de una hora esperando que la mujer regresara a su mesa, dio la vuelta por la entrada de la farmacia, que estaba a pocos metros, porque la ventana por donde la mujer atendía era como una extensión del local donde se hacían las ventas. La mujer rubia estaba con otra, viendo unos papeles y cuando vio al hombre asomarse al mostrador dijo, Ahora voy, no se apuren, que hay más tiempo que vida.

El hombre volvió enseguida a su puesto en la cola, que ya había crecido, y acarició el manubrio de su bicicleta, que había dejado fuera de su vista un instante. La mujer volvió en un cuarto de hora y se sentó con la otra a revisar papeles. Actuaban como si estuvieran haciendo una verificación de los tarjetones en los que llevan el registro de los medicamentos controlados que cada enfermo viene a comprar a la farmacia, pero aquello no daba señales de que acabaría en un momento u otro. Lo de tarjetón es una hipérbole: se trata de una hojuela de cartulina con el nombre del paciente y del medicamento y varias casillas para anotar las cuotas. Es un documento importante, nadie crea otra cosa. Si al hombre no se lo entregaban probablemente enfermaría más de lo que sospechaba que ya estaba y a su edad eso podía ser serio. Y a esta crisis nacional ni siquiera le habían puesto nombre.

― Alma, dame lo de Carlitos.

Carlitos entró por la puerta interior del local donde procesaban los tarjetones y entregó una piza gruesa y grasosa a la mujer rubia y de amarillo. Ella puso en la mano del amable muchacho el tarjetón que seguramente era para su mamá y un carné de identidad. Se dieron las gracias y entonces la farmacéutica miró hacia la ventana y mencionó un nombre de mujer. Enseguida otra respondió:

― A ella no le toca. La primera soy yo.

La proclamada tenía ojos soñadores y pacientes y la que habló en defensa propia lo hizo calmada. La funcionaria de salud tras las persianas abiertas manifestó algo que sonó concluyente y continuó muy concentrada en la verificación del documento, hasta que entendió que estaba listo para entregárselo a la persona que ella había decidido. Luego sacó un carné de identidad de la parte superior de una pequeña pila y miró a la mujer que antes protestara, pero dirigiéndose al hombre de la bicicleta.

― ¿Este es el suyo, no?

― Es el mío, pero le toca a ella ―. La rubia profesional pasó entre dos persianas carné y tarjetón al viejo incómodo y dijo, mirando a su compañera: 

― ¿Ya terminaste con el de la compañera? ―. Dijo compañera por mera costumbre, y porque era la forma impersonal en que mucha gente se trataba, cuando la mayoría usaba modos de la mayor confianza, como acere, socio (a), mijo o mija.


Eso fue ayer por la tarde, después de la consulta en la Clínica aquella, que al final de la mañana estaba desbordada de gentes con problemas duros de verdad. Gentes en el límite. Una mujer que le confesó al ciclista que había tenido malas ideas. Una anciana cuyo hijo de más de sesenta años hacía dos meses no se bañaba, encendía un cigarro tras otro y se negaba a asistir a las consultas. Un hombre mayor cuyo hermano lo trajo hasta la entrada y se quedó parado al sol, las manos enlazadas a la altura del pecho, hasta que el otro regresó en su moto y lo hizo entrar a la sala de espera. Una mujer muy compuesta que a su nombre anteponía siempre el título de doctora y estuvo casi a punto de que la adelantaran en la cola para que acabara de irse. Otra que tenía un hijo detenido desde el sábado porque la policía lo había cacheado en una parada y tenía un cuchillo en la mochila. Gentes así, tocando fondo con sus problemas, de los que es mejor no hablar demasiado, que la gente es muy indiscreta. 

Como el hombre se levantó temprano, pudo salir de allí antes del mediodía, con su puñado de recetas, un certificado que hacía constar su problema de salud y la recomendación de que se tomara un tiempo antes de volver a trabajar. Total, el hombre ya no tenía trabajo, ni idea de lo que iba a hacer con su vida antes de que aquellas medicinas aparecieran e hicieran su trabajo por allá dentro del cuerpo.

Al día siguiente madrugó nuevamente y fue a hacerse los análisis que otra doctora le había indicado. Su mujer lo acompañó y eso le dio al amanecer un tono animado. Como no había transporte a esa hora, caminaron tal vez dos, o tres kilómetros hasta el laboratorio, puso el brazo para que le sacaran sangre de su propia vena con la misma jeringuilla que previsoramente había llevado, y se fueron, siempre juntos como si estuvieran en un paseo matutino, a esperar un ómnibus que demoró hora y media pero llegó y los dejó cerca de casa.

Tal suerte animó tanto al viejo de la bicicleta que montó en ella y salió a recorrer farmacias. Dado que ya tenía su tarjetón y dos recetas, pensó que toda la suerte podía estar de su lado hoy o mañana, o un poquito cada día, hasta completar las medicinas del tratamiento y comenzar a tomarlas, mejorar y volver a lo suyo. Paciencia. En la primera farmacia estaban haciendo inventario y no le dieron esperanzas de que terminarían antes de la hora de cierre. Como andaba en la bicicleta, eso era todavía una especie de paseo, así que visitó otras dos y siguió hasta la siguiente, que queda ya en un barrio bonito y silencioso.

Hay un señor alto en el mostrador que debe ser el papá de la chica joven al otro lado del mostrador, porque ella bromea y bromea con él, y que vuelva y no se olvide, hasta que el hombre alto y un poco calvo enciende el motor del mercedes y se va separando del contén de la acera, de modo que la otra mujer tras la breve vitrina de frascos, tubos de crema y cajuelas de tabletas en exhibición, pidió desde sus ojos secos, rubio cabello y firmes carnes:

― Aniela, atiende al señor.

El señor estaba mirando su bicicleta que estaba parqueada en el postalito de la farmacia, que por ser de este barrio bonito y silencioso se trata de una casita burguesa que alguno conquistó en nombre del pueblo, tal vez cuando a la gente le dio por dejarlo todo cuando un tío ya entrado en años se le aparecía con un yate a buscar lo que quedaba de su familia, y un grupo de vecinos los despedía frente al portal gritándoles Que se vaya la escoria. 

― ¿Tienen amitriptilina?

― Se nos terminó ayer.

― ¿Y sertralina de cincuenta miligramos?

― Eso es por tarjetón.

― Yo tengo tarjetón.

― ¿Usted compra en esta farmacia?

El ciclista había previsto la jugada. No, en verdad, fue su mujer la que lo instruyó en esas sutilezas mercantiles:

― No soy cliente de aquí, pero si usted tiene el medicamento, yo voy enseguida a mi farmacia, pido una permuta del producto y lo compro aquí.

― ¡Será cuando venga la sertralina otra vez! Eso se acaba el mismo día que llega, señor.

― ¿Y no tendrá ácido fólico?

Aniela fue la que tomó la receta, mientras su jefa permanecía vigilante al metro y medio que le permitía la estrechez del local. Pero habló al fin:

― ¿Cuántas le indicaron? 

― Aquí dice que ochenta―, respondió la admiradora de los mercedes benz, los audi, los hyundai, los ladas 2107 si los hubiera conocido en su mejor época.

― ¿Ochenta? ¿Y quién le mandó a usted ochenta tabletas de ácido fólico?

― La doctora cuyo nombre y número profesional aparecen al pie de la receta―, respondió, con calma todavía, como quien es dueño de un a razón incontrovertible.

― Lo siento, pero de ese medicamente solamente puedo despacharle sesenta tabletas. Es lo que está establecido.

― Ochenta es el tratamiento ― trató de defender su salud el hombre de rostro otra vez cansado y ahora tenso.

― Vaya a su farmacia y verá que le dicen lo mismo.

El viejo no quería arriesgarse a no hallar el medicamento en la farmacia de su barrio, que luego se hubiera acabado en esta y quedarse sin lo único que había logrado encontrar en toda una tarde de recorrido. También sabía que, con su receta, aquella mujer de mirada fría que lo pesaba, lo medía y estaba a punto de envolverlo como un paquete de picadillo de procedencia desconocida, ganaba un blíster completo de medicamente para su venta al mejor postor y al precio del mercado negro. Comenzó a pensar cómo sería el asunto si en lugar de una mujer pusieran en algunos lugares un hombre e intentara la misma jugada. Pero se quitó la idea de la cabeza, porque así no llegaba a ninguna parte.  

― Deme las sesenta. 

La gentil Aniela le entregó rápidamente los tres blísteres y el vuelto. Al hombre derrotado le pasó por la cabeza notificar a la farmacéutica que él guardaba fotocopia de su receta e iba usarla, pero sabía que los infames no suelen padecer temores humanos y que todo lo que lograría sería, al cabo de muchos meses, la carta respuesta de un ministro declarando sin lugar su reclamación. La mujer de amarillo estaba blindada contra cosas peores, lo decía su mirada, que reinaba como una ministro inglesa sobre el pequeño espacio de lo que fue una sala de casa familiar que alguno conquistó para ella, aquel año en que los infelices que la habitaron fueron expulsados del país bajo una lluvia de gritos, insultos y pedradas.


Texto e imagen: Ismael León Almeida (1.05.2024, La Habana)

Comments

Popular posts from this blog

Diálogo en la costa