Un descendiente filipino en Regla, bahía de La Habana
De variadas historias/08
Un descendiente filipino en Regla, bahía de La Habana
Un cubano que por la misma fecha
se interesaba en el estudio de la pesca comercial, había publicado, un lustro
antes que el escritor norteamericano, que el método de pesca mencionado era
propio del país y no tenía noticias de que se aplicara en ninguna otra parte.
Entonces el lector creyó que Hemingway, reportero de medios de alto estándar en
inglés, había caído en la trampa de un dato exótico y se había aprovechado de
él para hacer muy atractivo el comienzo de su texto, más apreciado hoy día por
científicos que por exégetas literarios. Fue desconcertante que Federico Gómez
de la Maza, justo en 1936, cambiara su opinión, dándole la razón al novelista,
pero sin hacer mención de él ni de su escrito, aparecido como capítulo segundo
del libro American big game fishing.
Regla es una península cuyo
extremo más fino apunta como un índice autoritario al largo pasadizo del canal
de entrada a la rada, diciendo por siglos quién se involucró primero en los
asuntos marítimos en la Havana
primigenia, que allí en su orgullosa orilla se levanta para deslumbrar a la
gente asomada a la borda de los cruceros y a los curtidos pasajeros a jornal de
los tanqueros y portacontenedores que de tanto en tanto aún arriban. Época hubo
en que era Regla sitio primero de desembarque, como espigón natural que su
geografía muestra, y cuántas veces el curso propio de la existencia dictó para
algunos de paso que su puerto final estaba en este sitio. Asombra cuanto
viajero distante fue enterrado en esta tierra tan impregnada de salitre: en los
libros de “Defunciones de Blancos” de la Parroquia de Regla, que se inician en
el año de 1805 observamos algunos asientos de inhumaciones de fallecidos
procedentes de la costa norteamericana, de la Florida a Boston, y asimismo de
Nueva Orleans a Campeche y Yucatán, en
el litoral del golfo de México.
Dejando atrás la luminosa
plazuela del templo, con sus calles de piedra, sus vendedores de velas y
solicitantes de limosnas para sus santos, tierra adentro otra vez, la vieja
calle Real es ahora Martí como en cada villa de la república. Es la gran vía
urbana del antiguo pueblo colonial, el más cosmopolita del archipiélago; ancho
pavimento para el tráfico que desciende al emboque, para retornar por la calle
Maceo. Aceras de granito pulido en algunos tramos, comercios del estado y
negocios particulares de los últimos años se abren al paso del público. Más
arriba está el parque Guaicanamar, el edificio del Ayuntamiento, el cine, lo
que resta del viejo y prestigioso Liceo, donde el patriota José Martí habló.
Hay que abandonar la calle
importante doblando a la derecha en la de 27 de Noviembre, porque el barrio que
se busca comienza allí, en la antigua Borrero
del siglo XIX, con sus dos carriles de hierro empolvados en medio del estrecho
paso entre las casas. Corto trayecto es, acabado como por sorpresa en un baldío
que colinda con las naves y las grúas de la terminal portuaria.
Comparten el mismo muro dos
puertas que cuentan dos historias arquitectónicas separadas por más de un
siglo. La una es de hierro, funcional y encristalada, hija de la contemporánea
necesidad de seguridad, de una fingida prosperidad y de un real encarecimiento de la madera y la obra de
carpintería; la otra de deslavada madera y sencillas molduras, venerable en su
escueto resto de pardo esmaltado. Encima de ambas, el número presente de la
vivienda, 315, y más arriba, resistiendo el óxido a que obliga el salitre
soplado por los nortes, un 89. Asiáticos empadronados en 1881 vivían en esta
calle y en las inmediatas.
Pero no se abandonará tan pronto
el pueblo. Subiendo todavía la antigua calle Cocos, otra vieja casa se deja ver
dos cuadras arriba, en el 417. Sorprende la altura de la vivienda de una planta,
milagrosamente sostenida entre las dos que la escoltan, con un par de pisos
cada una bajo el mismo puntal. El estilo de la antigua edificación es
completamente similar a la que se ha visto unas cuadras antes, salvo que
aquella poseía lucetas sobre puertas y ventanas de la fachada, la segunda dicha
aun con sus cristales. La imagen ruinosa de esta otra casa no engaña al que
percibe detalles. Es antigua, sí, pero el artesano puso en ella elementos que
hoy mismo revelan cuidado y gusto a través del gris entablado que no parece
haber recibido jamás el contacto de una brocha embebida. Las tablas que permanecen
están unidas a las inmediatas con esa rectitud de forro de buque estimada por los calafates. En el borde alto
desapareció el alero, pero quedan sueltas algunas tejas criollas que dieron en
sus años providencial sombra, donde ahora se cubre de la invasión del temporal
con viejos encerados.
Faltan secciones de tablas y todo un paño de ellas fue
sustituido. Muy elevada es la puerta ventana de la izquierda, algo más estrecha
que la de la entrada principal, las dos con su jamba en los tres bordes. En el espacio
de lo que tal vez fue portón, o lo simuló quien sabe por qué fantasía de
constructor, lo que sirve para franquear la entrada es una puerta común, de
material similar al resto de la pared
frontera, reducida a las dimensiones que un humano corriente requiere para el
paso. Dos hojas tiene la de la izquierda, con una reja de barrotes lisos
reforzados con travesaños, y en cada hoja hay la de una ventana para dar luz y
mirar a la calle los de adentro.
― Fue construida en 1895, aunque
los arquitectos de la comunidad siempre dicen que es de 1903. Esa ventana la
pusieron en 1935.
El hombre anda con el torso al
escaso fresco de la media tarde reverberante, porta espejuelos y manda amable a
pasar y sentarse al recién llegado. Algo en el rostro habla.
― ¿Es usted descendiente de
chinos?
― De chino no, de filipino.
Entonces todo cobra sentido: la
península rodeada por las aguas de la bahía, el paisaje portuario que abajo se
divisa, el poblado antiquísimo que de alguna parte saca su carisma, el halo de
cultura añeja que le envuelve, pese a los oficios de pobres de sus antiguas
gentes, y cierta leyenda de violencia que le circunda para los ajenos. Un
destacado etnólogo, cuya obra se cita repetidas veces en el libro resultante,
había advertido al autor sobre posibles descendientes de filipinos en Cuba,
nombrando a modo de ejemplo a un músico originario de Matanzas. En el mismo
sentido, la directora del museo municipal se dispuso también a hacer
averiguaciones, pero los antiguos manilos parecían envueltos en la neblina
difusa del tiempo, amalgamados en la infinita mixtura humana de este
archipiélago. Hasta tocar esta puerta, en esta fachada de tablas audaces,
verticales frente a la luz que se refleja desde la ensenada, a los vientos
invernales y a quien sabe cuántos huracanes de ruinosa memoria.
El hombre, el anfitrión, parece
olvidar su cortés prisa inicial, la obligación que penumbra adentro de la
morada le estaría afanando, y dice que su nombre es Pablo Suárez Vega, tiene 68
años, y es un licenciado en Control Económico ya jubilado. La abuela paterna
era filipina y se casó aquí con un español
de Oviedo. “Ella llevaba el apellido Félix, pero aquí nos lo
corrigieron, dijeron que era Feliz”. Ni el visitante ni su atento interlocutor
expresan asombro al compartir el dato: uno de los filipinos aparecidos en el
padrón de habitantes de Regla en 1881 es, precisamente, don Antonio Feliz,
vivía en esta misma calle, en Cocos número 54 y tenía cuarenta y cinco años en esa
fecha. La abuela materna era una mulata hija de mambises, y el abuelo por esa
línea, otro español. De siete hermanos, quedan dos hembras y tres varones, uno
fuera del país.
―Desciendo de filipinos, pero no
hablo “talego”.
Es el tagalo la lengua autóctona filipina hoy día, junto al oficial
inglés, y el algo residual español de la época colonial. La deformación del
nombre del idioma no es raro para quien está al tanto del misterioso y
enriquecedor trayecto de las palabras en la historia de las comunidades humanas;
lo raro es que aun de esa manera trastocada persista el recuerdo de la
identidad de su habla tras tantas generaciones alejados del distante
archipiélago del Pacífico donde tienen sus ancestros. Vaya uno a saber cuántas
herencias culturales hayan quedado difusas en la cotidianidad criolla de este
otro trópico.
© Ismael León Almeida, 2016.
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