Narrativa incipiente/03 Neurosis del ciclista


 

Narrativa incipiente/03

Neurosis del ciclista

Pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal. Las ruedas se afincan al asfalto ardiente y alguna vez los neumáticos simplemente estallan con más ruido que un meteorito entrando al espacio terrícola. A la orilla de la carretera hay árboles de majagua hasta el kilómetro seis y el mismo implacable chorro fundente dibuja un amable alero de frescor incalculable para el que viaja, pero el viajero desconfía del tráfico que se le encima a las espaldas. De su lado la sombra se pierde inútilmente sobre las yerbas ralas de los potreros donde hace rato no pasta una vaca.

Luego vienen otros de hojas chicas que no sé cómo se llaman, pero no son algarrobos ni flamboyanes.  Otras veces es ese árbol blancuzco, que siempre asocias con días secos  de viento caliente que tañe las vainas como un sonajero maldito, una música de mil vainas enloquecidas. Más allá de los árboles están los potreros donde hace rato no aparece una vaca, pedregosos y de yerba rala. Pedal pedal pedal pedal... Viene la loma larga. Duro hasta el poste, al segundo, el tercero, kilómetro nueve, aprieta, poste poste, poste, pos...te. Un pie a tierra. Cruza el otro sobre la barra metálica llamada el caballo. Dos pies en tierra, empuja la bicicleta por el timón sin perder de vista el suelo sobre el que la rueda rueda, no hayan vidrios o alambres de púas. Debajo de esa mata la cuneta es inclinada y la yerba de guinea ha crecido. Respira. Eso es. Es incómodo meterse entre las hojas largas y afiladas. Pero hay que dar unos minutos de reposo a las piernas. Las gomas deben estar un rato a la sombra para que no se sienta la inquietud de un posible reventón. Respira. No, más suave.

La bicicleta se acuesta en el césped bajo una hilera de cuatro árboles jóvenes de hoja chica como la que ahora se recuerda es llamada aroma blanca, de corteza fina y blanca. Una rama sale alta, horizontal, robusta. Se imagina ahí un hombre colgado, exánime, cerrado su historial. Lleva la propia ropa del ciclista, el viejo jean azul, el pulóver gris claro, unos tenis blancos acabados de lavar. El reloj tal vez guardado bajo una piedra, con un papel explicativo para cuando lo encuentren.

― Mala idea lo del papel. El que lo encuentre lo va a botar y se va a quedar solo con el reloj. La gente se ha vuelto miserable.

― Alguna gente, no toda.

― Correcto: sólo alguna gente. La suficiente.

Mira en torno, pero las palabras dichas en voz baja, voz de otro, se habían ido enseguida con la brisa baja que peinaba hacia un lado las hojas afiladas de la yerba. Un sinsonte festejaba la hora en alguno de los árboles del potrero. Otro parecía responder desde mucho más lejos. Este campo habría sido un sitio maravilloso para pensar, pero ya no quedaba nada que pensar. El ronroneo apagado del tráfico de camiones era un mundo ya ajeno en la autopista.

Trató por un momento de pensar qué sucedía. A fin de cuentas era otro instante, una sombra, una brisa, un familiar canto de sinsontes. Nada sucedía. Había amanecido, se levantó del suelo recibiendo un poco de sol. Un día de rutina, un día más. Cruzó dos palabras. Sintió un golpe de furia. Nada, un vacío, una rutina. Un llegar a ninguna parte. Hoy una cosa, mañana otra. De pronto un sobresalto, el brusco pistonear de una rastra, neumáticos mordiendo el pavimento con el chirrido escalofriante y una nube de polvo que lo alcanzará en su caída con el golpe de viento. Sintió la proximidad del aparato, la inmensidad de la cabina blanca; ni siquiera aproximó el espanto a los ojos cuando los levantó hacia el parabrisas donde el chofer miraba tenso el desastre inminente de su vida a punto de ocurrir. Una cromada máquina de impacto que va a embestir, desaparecer el cuerpo que pendería de una rama ahí mismo, convertirlo en una mancha viscosa sobre la hierba reseca, como esas grasosas osamentas de animales, cubiertas todavía por una piel a la que el polvo y los soles le quitan los vestigios de vida. Congelado a orilla de la carretera, que iba a cruzar desprevenido desde la sombra del arbolado, ha visto la rastra frenar violentamente casi cien metros más allá, en peligrosa diagonal sobre tres carriles. No quiere volver a ver la cara del pobre hombre que va al timón. Lejos se acercan autos, bajando la velocidad. Lo han visto.

Pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal pedal, pedal, pedal, pedal... ahora los caminos son terrosos, de polvo rojizo que el viento levanta hacia los ojos. Busca la costa, el mar, amplio y unánime. Eterno. Cuando fue a levantarse no le respondieron las piernas. Tenía adormecida la derecha; trató de afincarla y la sentía como rellena de guata. Cayendo, logró sentarse, halando hacia sí la bicicleta, mirando en torno con desconfianza. Ya la costa no era lo que antes, una soledad donde aparecía muy de tarde alguno que andaba en lo mismo, pescando a cordel o buscando pulpos, pocas veces tirando una atarraya o buceando con una escopeta de ligas. Ahora hay mucho merodeo, gente que no se sabe lo que busca, que mete la cara por detrás de las hojas de la uva caleta. Palmeó fuerte la pantorrilla y el muslo, friccionó por encima de la tela del pantalón, giró el pie sobre el eje del tobillo. Cuando cesó la molesta sensación de puntilleo, volvió a montar, puso el pie en el pedal y se impulsó.

Miró el campo sin pensar en lo que lo había sacado de casa antes del amanecer. Solo dejándose correr sobre las ruedas precisas de la vieja bicicleta.

Lo siguiente habrá sido una cuesta que los ingenieros viales disciplinaron y la bicicleta se deja llevar como si la mano de un dios veloz como mercurio u otro halara y el que va en el sillín con los pies en pausa simplemente ve pasar la vida como un cinematógrafo. Bajo los algarrobos había comenzado a soplar una brisa clemente, cuando en los espacios abiertos ya el sol ardía el pavimento. La mirada buscó entre el marabuzal de la siguiente elevación el destello del embalse. Era un cristal de verde lodoso mirándolo de ese lado, pero más allá era una chapa de estaño rizada por el mismo soplo. Un pescador estaba allá abajo, seguramente sacando pequeñas tilapias. Las chicharras de alas traslúcidas anuncian que pasó hace rato el mediodía desde la copa de los árboles. Dos bueyes unidos en cabestro salen de la espesura y atraviesan bajo los árboles frescos. Uno se detiene a comer hierba y el otro aprovecha el instante para soltar la bosta. Rara la vida. Se acabó el declive, girar las bielas. Pedal, más pedal.

© Ismael León Almeida (2021)

 

 

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