De variadas historias/07
Sorprendido un curioso en el cafetal Taoro
Por excepción, después de años incontables de tránsito hacia los pesqueros de la costa o en dirección a la orilla del río Santa Ana, nunca aburridos de aquellas aguas casi vecinales, alguien detuvo un día la bicicleta para hacer un par de fotos a la torre, justo como si la hubiera acabado de descubrir, del mismo modo que un turista solitario, ciclista y mochilero, hubiera hecho.
Enfocada aun la vieja cámara de
todos los viajes, tratando de conquistar la silueta de la campana en lo alto,
una voz insiste a medio centenar de metros:
― ¡Fotógrafo! ¡Fotógrafo!
El “Fotógrafo” saluda a la señora
a la entrada del terreno, solo una portada común en la alambrada, tras de la
cual nada impide ver las ruinas del cafetal Taoro. La acompañan dos niños, va
de atuendo deportivo y lleva una bicicleta. Una dama toda energía, si usted me
permite la expresión, con las gafas de sol encajadas sobre el pelo negrísimo.
― ¿Está usted interesado en el
cafetal Taoro?
― Curioso más bien.
― ¿Quiere saber algo de este
lugar? ¿A qué se dedica usted?
― Bueno, escribo.
― ¿Es escritor?
― Eso. Me gustaría hacer unas
fotos y subirlas a internet. ― Digamos que aquel que súbitamente ha sido
ascendido a literato en el difícil calificador de cargos nacional, iba ese día
deseando simplemente perder el tiempo,
disolver la carga residual que a manera de aguas de sentina quedan en el
cerebro una vez que ha concluido un largo y erosivo trabajo mental. Si algún
lector no tiene idea de lo que se está tratando de explicar, carece por
completo de importancia, porque ella está hablando.
― Este sitio existe desde el
siglo XVIII, era de un francés llamado Duquesne, propietario del cafetal, pero
el lugar era más bien una pantalla, porque el verdadero negocio de ese hombre
era el tráfico negrero. La propiedad abarcaba desde el río Santa Ana hasta la
Punta Cabeza de Vaca. Donde hoy se halla la Marina Hemingway, ¿sabe?
Uno vagamente sabe, es un día que
estaba destinado a perder el tiempo y, con suerte, todavía queda una buena
cantidad de minutos para verlos desgastarse hasta la llegada del ocaso,
descubriendo las garzas blancas que marchan en silencioso vuelo hasta los
mangles de la curva del río antes del puente, escuchando a los cuidadores del
ganado dar sus voces a través del llano de los potreros cursados por
alambradas, viendo después a las vacas marchar pacientemente por sus corredores
entre cuartones, y a los carneros renuentes saltar piedras y detenerse a
ramonear, dejándose arrastrar y sin dejarse, hasta el resguardo de la noche.
Cuando caiga algo más el sol, la superficie del río reflejará las cañabravas de
la orilla y el espectador interesado descubrirá donde se riza porque debajo
está el cardumen de sardinas, y esperará paciente hasta que el faje de un pez,
tal vez hasta el salto fantástico de un sábalo, ponga ese toque de magia que el
ocaso tiene en los esteros. Hay pájaros que cantan por ahí.
La señora está explicando que del
otro lado de la carretera se hallaban las instalaciones de beneficio del café.
Ahora es un terreno cubierto de hierbas donde a veces pastarán algunas vacas y
a veces habrá algún sembrado, pero uno ha visto alguna vez un cafetal e imagina
sus extensos secaderos y ese círculo hendido en canal, con su redonda piedra y
su palanca, dentro del cual los granos del café eran despojados de la pulpa.
Retira mentalmente la carretera, poblada ahora de autos, camiones y ciclistas
que van o regresan de la playa, y es hermoso el paisaje hasta las elevaciones
que se ven ahí al final, hacia la costa, por donde el sol se oculta, más allá
del cauce.
― ¿Eran desembarcados los esclavos
cerca de aquí? ― pregunta el fotógrafo, que dejó la bicicleta bajo el árbol de
la entrada para seguir con la cámara los pasos de la señora de este añejo lugar
con estirpe.
― En la costa los desembarcaban,
y los traían por túneles que llegaban a la finca. Esto está lleno de túneles,
que hemos tapiado por seguridad. ― Nebulosamente, el que escucha recuerda que
en 1817 España firmó con Inglaterra un tratado para dar fin a la trata de
esclavos, aunque el tráfico de cautivos continuó hasta que en 1886 cesó definitivamente
el sistema esclavista en la economía cubana. La señora continúa.
― El francés Duquesne vendió el
cafetal a un español apellidado García, que lo convirtió en un ingenio
azucarero con máquinas de vapor, luego la propiedad se fue fraccionando y lo
que quedó fue adquirido en 1955 por don Laureano López.
Mientras se conversa, la
anfitriona lleva al fotógrafo a la proximidad de las instalaciones. La hermosa
casa de vivienda, a pesar de su estado ruinoso; faltan los techos, pero las
rejas, de madera algunas, y otras de ornamentado hierro, son todavía un lujo a
la vista. Los muros de piedra han resistido el tiempo sin perder la
verticalidad. Custodiada por la vegetación, permanece en espera de su
definitivo emplazamiento como pieza museológica uno de los componentes
mecánicos del antiguo ingenio azucarero: “Es un gasómetro”, dice la inteligente
directora. Para el rescate de los valores del lugar, que al parecer se hará a
partir de una inversión prevista para 2017, quedan en pie antiguos almacenes, barracones
de esclavos, cochera, el aljibe, una segunda vivienda y la torre.
― La campana original tuvimos que
retirarla para ponerla en resguardo. La que está a la vista fue colocada con la
ayuda de una fundación protestante.
La amable anfitriona se nombra
Vivian Morales, es ingeniera geofísica y está a cargo de la dirección del Sitio
Histórico Cafetal Taoro. Por algún motivo el que ahora pedalea sabe que ella es,
probablemente, la persona idónea para transformar las ruinas en un relevante
sitio de cultura, válido asimismo para un producto turístico singular; solo
esperemos. Entretanto, el río se acerca, las garzas dejan los potreros y vuelan
cauce abajo hacia su dormidero, hay fajes en la superficie del agua, el sol...
ustedes saben.
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