Narrativa incipiente/02

Aprendizaje

El hombre se había sentado sobre el dique con una cañabrava casi olvidada en la mano. El hilo atado al fino extremo del puntero se extendía hasta perderse bajo la masa de malanguetas florecidas que adornaban la charca; el corcho barrigudo de una botella de sidra flotaba en el borde mismo de la alfombra vegetal. Tal vez alguna biajaca habría halado del anzuelo, pero el ojo del hombre no lo percibió, porque vigilaba al chiquillo que ejercía su libertad bajo la sombra del gran algarrobo.

Apenas corría el agua en aquella breve poza y a pesar de su transparencia era de un sospechoso gris traslúcido, como salida del caño de una ducha. El hombre hizo por responder el saludo cuando llegaron el viejo y el muchacho en sus bicicletas. Las buenas tardes que dieron alcanzaron el  límite de la copa del árbol y se perdieron por la cañada del arroyo que iba reptando aguas abajo por entre la manigua rala, hasta llegar al embalse hecho casi un río. El hombre miró, dijo “Buena”, ahorrándose la mitad de la b y toda la s que la cordial costumbre solía extender, y cortó la ceremonia cuando el corcho comenzó a desplazarse otra vez por la superficie. Con el avío en la palma de la mano, fue estirando el hilo hasta lograr una línea fláccida y casi recta todavía, que en un instante se tensó, curvando el afilado puntero de la caña. El niño, que había estado curioseando tras un perro de pelambre castaña que olisqueada un trillo apenas visible, captó la acción y vino raudo junto al padre.

― ¡Déjame pescarlo!

― Espérate a que lo aguante, luego tú lo sacas ―. Poniendo firme tracción en la fina caña hasta curvar su afilada punta en un tenso y vibrante arco.

Súbitamente se enderezó el seco vástago vegetal, duro y vibrante, y en reacción salió el  anzuelo del agua como un proyectil: el hilo de nailon danzó en el aire y se enredó  sobre el puntero del aparejo. El niño, que andaría por los siete años, chistó con fastidio de adulto y se apartó a orinar a un costado del algarrobo. El muchacho había comenzado a preparar sus avíos, pero el viejo le miró, con las manos todavía sobre el timón de la bicicleta, y enfilaron el sendero por el que el perro había acabado por marcharse, que los ojos del pescador descubrían su leve trazo a lo largo de la orilla, a pesar de que la yerba había crecido durante los cortos aguaceros de ese verano.

― Yo pensaba que íbamos a pescar ahí mismo ― dijo el muchacho.

― No hay espacio ahí para cuatro varas, y el agua no es sana ―, respondió el otro. 

El abuelo y el nieto eran un buen equipo desde que el muchacho tenía cinco años. De vez en cuando solía recordar que, a los tres, el niño se había aferrado una noche a la mochila y las varas amarradas en mazo y lloraba pidiendo que lo llevaran también a la pesquería, en una distante costa de arrecife marino. Cuando empezó a sacarlo algún domingo a la orilla de un lagunato cercano al reparto donde vivían, el chiquillo lo sorprendió un día diciéndole que, cuando él fuera grande, lo iba a llevar a pescar en su mercedes benz. Recordándolo, al viejo le gustaba bromear diciendo al adolescente que dentro de poco sería él quien tendría que sacar a pescar a un anciano.  

Salieron a la orilla del embalse por una ensenada que no habían visitado los dos últimos años. Apartando ramas y sorteando espinosos aromales llegaron al borde del agua, todo el tiempo empujando las bicicletas tomadas por el timón. Con un par de aguaceros, el nivel de la presa había subido bastante y era difícil encontrar un sitio donde el agua no estuviera llena de los arbustos que habían crecido durante los meses en que la sequía había hecho descender el agua hasta que el talud quedó desnudo. Retomaron trabajosamente el antiguo trillo de pescadores que va bordeando las orillas y llegaron a una suave ladera que entraba al agua con poca inclinación. Avanzando sobre el fondo pedregoso llegaron a un punto libre ya de vegetación donde lanzar las líneas libremente, aunque con el agua casi al pecho. Las bicicletas quedaron junto al árbol más cercano a la orilla, con las mochilas al pie.

― Ahí están bien ―, aseguró el viejo.

― Pero no las vamos a perder de vista ―, opinó el muchacho.

― Claro que no.

Pescaron todo el resto de la mañana. La picada era demorada, pero a veces un buen carpo aparecía en la punta de la línea de la vara criolla. Alguna vez era una tilapia que tragaba la lombriz de un cordel lanzado con el revoleito de nailon fino. Hablaban poco, pero cada pez era comentado con entusiasmo y cada uno que acababa por irse era reído por los dos. Tenían entre los dos una buena ensarta, incluida una claria como de tres libras, que el muchacho sacó en su cordel.

― ¿Qué vamos a hacer con ella? ― preguntó.

― Lo que tú quieras.

― A ti no te gustan, ¿no?

El viejo arrugó la nariz, recordando con desagrado la primera pesquería de clarias en un arrozal de Pinar del Río, el pellejo baboso de aquel pescado y el mal olor cuando abrió la bolsa de nailon en la que los transportó a la casa.

― Regálala.

― Mejor la suelto ahora, que está viva.

― ¿Soltar una claria? Mira, suelta siempre una biajaca, que es propia del país y hay pocas, o suelta una trucha si es muy chica. Pero el clarias ese no debería estar suelto en nuestras aguas. Bicho repulsivo.

― Mucha gente se lo come.

― No, y mucha gente va al restaurante y se lo venden como filete de merluza. Hay de todo―, concluyó el abuelo su disgusto.

Cuando venían de regreso todavía estaban en la poza el hombre silencioso y su hijo. El chiquillo era el que tenía la caña y el corcho paseaba casi al centro de la poza. Iba suavemente y el padre esperaba a ver si se hundía, para advertirle al niño que sacara el pez, pero sólo avanzaba lentamente y se detenía, para avanzar un poco más. El viejo miró un momento la trayectoria, estimó la profundidad, sin detenerse todavía en su avance hacia el portillo de salida a la carretera, y cuando el nieto lo alcanzó, se lo dijo:

―A lo mejor tiene ahí tiene una buena guabina.

―Pues si no la saca la va a perder ―, habló el muchacho, y al abuelo le pareció que el muchacho ya tenía voz de gente con fundamento.

―No te apures, ahorita se aburre y cuando levante la vara vas a ver.

El muchacho sonrió y no dijo nada. Al abuelo se le ocurrió que su nieto se estaba volviendo un hombre y que a lo mejor era verdad que cualquier día era a él al que llevaban a pescar. Y se rió, pero ya el muchacho pedaleaba delante, como le había ordenado desde la primera vez que salieron en bicicletas separadas, para tenerlo a la vista.  Aunque quien sabe si ahora fuera por la prisa que tienen siempre a esta edad. Lo más seguro.

© Ismael León Almeida (De Demasiado muertos para soltarlos, 2020).

 

 

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