Reporte de un escritor legal

 

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Reporte de un escritor legal

Con La Madrugada de los perros, el narrador y hombre de la prensa Julio A. Martí, modela un ejercicio literario infrecuente y probablemente poco alentado por los editores locales, no obstante prestigiosos antecedentes que la cultura nacional en su momento supo respaldar con publicaciones y avales críticos. Véase entre otros al cuentista Onelio Jorge Cardoso (1914-1986), por mencionar uno de los más conocidos creadores contemporáneos del ámbito ficcional, quien dejó asimismo una vigorosa impronta en el reporterismo cubano, recogida en los libros Gente de Pueblo y Gente de un nuevo pueblo.

Aparecidos antes en publicaciones periódicas, los trabajos que incluyen los libros mencionados son vivas reseñas de la nación íntima, que trascienden en su objetividad las interpretaciones siempre parcializadas que políticos y filósofos se esmeran en concebir. Si faltaran ejemplos, bastaría con hallar en los estantes de una biblioteca la Excursión a Vueltabajo, del novelista del siglo XIX Cirilo Villaverde, lúcida mirada al paisaje y la sociedad interior de una nación e busca de su definición, o el monumental Hemingway en Cuba, de Norberto Fuentes, que hacia finales de la pasada centuria supo hallar las empatías nada obvias entre un escritor norteamericano y el país latino y tropical que escogió como hogar. Sin exagerar elogios, dentro del tema y al alcance de los procedimientos literarios mediante los cuales se expresa Martí, exégesis más calificadas hallarán proximidades válidas a obras como A sangre fría, de Truman Capote, e incluso un contraste muy marcado con el clásico de ficción “Los asesinos”, de Ernest Hemingway.

Pasadas dos décadas, aun sobrecogen la memoria colectiva los hechos que narra este libro. Con el objetivo de apropiarse de una embarcación y emigrar de manera furtiva a los Estados Unidos, en la madrugada del 9 de enero de 1992 un grupo de personas  asalta la base náutica de Tarará, al oeste de La Habana. Como resultado, tres hombres son asesinados en el momento y un cuarto resiste varios días a la muerte con el cuerpo quebrantado por crueles heridas, hasta que sucumbe pese a los esfuerzos médicos. El mayor de todos tenía 31 años; el más joven, un chico de veinte. Tan solo unas horas más tarde, el individuo que a pocos pasos de su hija fue capaz de disparar a ráfagas contra aquellos inocentes, limpiaba el arma tranquilamente y se hacía cortar el cabello a la abierta luz del patio de una casa.

Mediante un dominio del proceso investigativo, tal vez adquirido en años de trabajo en una conocida revista cubana que incluía la temática policial, Martí se entrega a un paciente y laborioso trabajo de disección de los hechos y ordenamiento de datos, hasta modelar el escalofriante trasfondo psicológico de los protagonistas, sin ceder, en un elevado concepto ético, al fácil juego de las calificaciones. Como resultado, son los autores de los asesinatos y sus cómplices quienes se encargan de revelar una trama monstruosa y los antecedentes de un grupo de personas que, escapando al riguroso control social del país, muestran a la luz pública, con acciones concretas, una peligrosidad que llega por una senda de impunidades hasta los límites que esta obra revela.

Es relevante que estas páginas, que pudieron haber derivado en una creación más de cierta oportuna propaganda política, cristalizaran en un documento de inalterable valor humano y sociológico, de una factura literaria que satisface con holgura las premisas que el español Gonzalo Martín Vivaldi concibiera para el género que denominó gran reportaje; a saber: que fuera capaz de captar “valores profundos y significativos del mundo y de las cosas, del ser y del acontecer humano” (Gonzalo Martín Vivaldi: Géneros periodísticos, Madrid, Ed. Paraninfo, 1973). A ello precisamente se debe que, desde su primera edición cubana, esta obra cautivara por su pasión, cuanto por su “riguroso sentido del ritmo y vivaz lenguaje narrativo”, como expresara uno de sus editores.

Reta este libro al lector desde la frase de apertura: “La madrugada que precedió a la de su muerte...”, de modo que al abrirlo se enfrenta a la desapacible circunstancia de que las poco más de 120 páginas que tiene por delante no serán un pasatiempo, mucho menos una fascinante narración adscrita tal vez a la corriente del realismo sucio que escandalizó a algunos y algunas: la realidad, una vez más, podía ser peor. De ahí que la anécdota a partir de la cual el autor establece el cimiento de su historia muestre los más inquietantes contrastes. Un hombre que regalaba flores a la mujer amada, se ajusta al cinto una pistola, convocando dos extremos generalmente opuestos de la realidad: amor y violencia. Aquello que, debido a la maestría narrativa del escritor, semeja un inicio de ficción, acabará por convertirse en simple y escalofriante realidad en sus extremas implicaciones.

Al par que una objetividad de elevado compromiso ético en el ejercicio valorativo, muestra el autor en su exposición una intencionalidad sin fisuras, cuya eficacia se vale de una gama de recursos en la creación de inquietantes expectativas. La muestra más inmediata la obtiene el lector justo a partir de los títulos de los 16 capítulos que junto a un epílogo integran el cuerpo de la obra. Ironía, seducción por la vía del misterio, sutiles intertextualidades con la literatura policial, referencias culturales de inusual academicismo que apelan al santoral cristiano y hasta a una frase en el latín, y al cabo un dominio sin falacias del lenguaje marginal cubano –como el empleo ajeno a la norma culta del adjetivo en el titulado “Retrato de un tipo legal”–, código imprescindible para la interpretación de la parte más controvertida de esta historia.

El reportaje es construido, básicamente a partir del testimonio de protagonistas y mediante el uso por el autor de la primera persona del singular, práctica compleja que Julio A. Martí hace funcionar sin sobresaltos y que en un cometido de tanta tensión como la indagación de hechos tan impactantes, va a aportar un elemento de confiabilidad. Cada vez que el reportero escribe “Me dijo”, llega al lector el directo contacto con las personas que protagonizaron los hechos, es convertido en un testigo de los acontecimientos. Es de este modo que el autor enlaza unas a otras breves declaraciones dichas y trascriptas en lenguaje sencillo, cotidiano, de manera que el relato fluye con total naturalidad, revelando al sorprendido lector como pueden a veces esconderse propósitos y actos infames tras la neutra fachada de la cotidianidad que todos compartimos, sin que la realidad estalle.

Una sensibilidad de amplio diapasón para la diversidad del lenguaje del país salva el primer escollo que podría afrontar un libro de esta índole, de asumir como válida la norma expresiva del comunicador profesional o, llegando a límites caricaturescos, exagerar modos de habla para provocar reacciones previsibles en el lector, especialmente en el caso de los personajes de extracción marginal. Estas páginas se enriquecen con la multiplicidad de voces que, hasta donde lo admite la viabilidad comunicativa,  el escritor reproduce íntegras. Cuando habla el delincuente, cuando lo hacen el oficial o el jurista, cuando es el campesino  el que se expresa, Julio Martí ha logrado captar el modo preciso, el giro único que se revela en apenas un instante, sin darse a un mimetismo de falsa autenticidad, ni tratar de reinterpretar lo dicho para un lector en apariencia neófito.

Del ritmo narrativo, ya mencionado, debe aun destacarse el sorprendente dinamismo en la secuencia -virtualmente cinematográfica en la fragmentación de planos- que deja constancia de las primeras horas del amanecer posterior al asalto (páginas 87-89), a partir del momento en que uno de los involucrados comete una indiscreción en un parque de La Habana, hasta que el grupo se traslada hacia la localidad de Boca de Mariel. Resulta notable que, en contraste, la captura de los asaltantes en esta población costera, resuelta por el autor de manera escueta, en un relato lineal, brillante por su simplicidad, donde es obvio el propósito de no impresionar al lector con un despliegue emotivo de acciones policiales. Más adelante, la aprehensión de los últimos evadidos en la distante Sierra Maestra resulta  otro de los momentos de elevada tensión narrativa de este libro, dispuesto en cuatro páginas (109 a 113) que probablemente puedan considerarse entre los más formidables relatos de la épica rural en Cuba. Su lectura hace rememorar algunas obras de ficción dedicadas a la lucha contra bandidos que se sostienen asimismo en el patrimonio histórico; mientras, del lado de la ficción viene al encuentro nuevamente Onelio Jorge Cardoso, cuyo cuento de 1954, “En la caja del cuerpo”, parece animado por parecidas emociones.

Texto de elevado periodismo, además de relevante contribución al conocimiento de la historia cubana en la lacerante última década del siglo XX, La madrugada de los perros nunca será un libro para la amable lectura de los asuetos. Obra en absoluto fuera de modas y planes editoriales, permite entretanto constatar que la sociedad humana es más compleja que las más elaboradas teorías sociales, que la historia se construye también fuera de los inspirados discursos, y que el hombre común es su más verdadero, comprometido e inevitable protagonista.

© Ismael León Almeida. La Habana, 2011.

Julio A. Martí: La madrugada de los perros. Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2008, 2018.

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