Narrativa incipiente/01

Narrativa incipiente/01

Advertencias de la mujer del reportero un sábado al anochecer

― Mira que te lo tengo dicho, J. C.: que te pongas a escribir la literatura ficticia esa que siempre dices y dejes el periodismo.

La terminante exhortación  ha sido dirigida en la cocina de un apartamento de microbrigadas, tercera planta, da igual el reparto que sea, al redactor de una agencia que peina canas y es casi medio básico de su centro laboral, por su señora que a los cincuenta es de muy buen ver y está más vestida que el cónyuge, considerando el delantal de guinga en cuadritos verdes.

― ¡Ah, Magda! Tu ilusión es que yo escape con la ficción, como el señor ese que vivía por la parada de la ruta cuatro.

― ¿No vive ya allí?

― La que no vive es la ruta cuatro. Él a veces está.

― ¿Es tu amigo?

― Yo soy su amigo, el rey de España es su amigo. Probablemente Dios es su amigo.

― Policía, policía, ¿tú eres mi amigo? ― la mano, que jamás ha conocido uñas de silicona, trasladando tostones del sartén a un plato.

― Depende, Magda, depende.

― ¿De qué, de qué depende, Juan Candela?

― Del color de tus bragas que deslumbrarme quieren.

― ¿Acaso quieren?

― Quieren, no disimules.

― No quieren, mientras no me respondas lo que quiero saber.

―Y es.

― Sobre dejar el periodismo.

― Dame una razón.

― Situaciones violentas, personajes infames y un blúmer rosa.

― Eso es cuento. Lo que te interesa es el dinero, ¿no sabes que siempre se trata del dinero?

― ¿Sabes qué? Me voy a arriesgar a que me pidas el divorcio y la permuta por dos, pero te lo voy a decir. Tú te enamoras de cualquier idea que te vengan a proponer, de cualquier proyectico, de cualquiera, incluso, que venga poniéndote cara de amigo.

― Yo sé lo que es un amigo.

― Atrévete a decirme que un amigo es una cadena o alguna de esas cantaletas de borracho que el Papa y Gregorio se dijeron un día en el Club Náutico. Atrévete y te voy a dar una galleta con la espumadera caliente.

― De acuerdo con lo que dices, Luna Poo. Pero me criticas por tener vocación. Busca ahora entre todos esos prospectos de hombres y mujeres del siglo veintiuno cuál de ellos va a entrar en la universidad a una carrera que le haya movido el piso desde que estaban en tercer grado de primaria.

― No te evadas, Yunieski Gurriel, que soy famosa por mis tiros a primera. El toque de bola está prohibido en esta conversación.

― Siempre se lo digo a Orlando, “Cásate, comemierda, que nunca más vas a tener la razón ni a vestirte como te da la gana”.

― And again. Vocación, de acuerdo. ¿Te avalaron para el doctorado? ¿Te apoyaron para publicar el libro de reportajes? ¿Fuiste tú el que mandaron a hacer aquella cobertura en Rusia, taaan dentro de tu perfil como decías y todo el mundo sabe que estaba?

― Siempre pasa alguna mierda.

― Y tú ayudas. No quisiste el carné, ni escribir aquel libro de asunto político que tu amigo Eliades tanto te sugirió. De acuerdo: tienes tu modo de pensar, tus convicciones. ¿No te das cuenta que una cosa lleva a la otra?

― Feliz de mí que me satisface lo que hago.

― A mí me encanta bailar casino y el último pasillo que echamos fue el día que te dije que sí.

― De acuerdo, no es satisfacción del ego o sí lo es en parte, pero todavía más es  convicción de que lo que hago tiene sentido. No todo el mundo va en fila como la bibijagua. También se puede ser cocuyo.

― ¡Ay que linda metáfora la de la luz que corta la tiniebla! ― La que corta es la ironía de la mala Magdalena, sin tantas cintas ni lazos ―. Pero mi buena memoria siempre te va a atrapar, James J. Cambell, tan viejo estás como un vapor de rueda en la carrera de Isla de Pinos. ¿Te acuerdas cuando eras corresponsal voluntario?

― Así comencé, y esperando por ti a la salida del pre.

― ¿El viejo aquel que se pasaba la vida escribiendo notas de prensa sobre asuntitos intrascendentes en el municipio?

― Anaximandro Cascajal.

― Y un día descubriste que muchísimos años ha había publicado tremendos reportajes en Carteles, Bohemia y hasta en Diario de la Marina.

  Quería seguir siendo útil.

― O se sentía culpable. O se le había muerto la mujer. O ya no se le paraba. Lo que fuera. Lo que a mí me interesa es que acabes de tener el valor de sentarte en la computadora a echar afuera toda esa rabia que te tiene con insomnio perenne, fumando más de lo que ganas y haciéndole caso al patético ese que decía que el alcohol es el único contraveneno mecánico que existe.

― El respeto a la curda ajena es la paz.

― No cuando el marido de una mujer va a acabar en borracho por pendejo. Y se va a morir solo.

― Como Andrés.

Siempre le ponía melancólico cuando le venía a la mente aquel mensaje de bien público que tan exitosamente había reiterado por años la televisión. Un anciano iba a morir en absoluta soledad, porque de joven todo lo que daba a su hijo era una manutención y una pasadita de mano por la cabeza infantil; al cabo de los años el ya adulto descendiente le retribuía con el mismo patrón excluyente de la afectividad. Por un instante le entraron deseos de llegarse a la costa a lavarse la melancolía en la resaca marina. Sospechaba que hacía mucho estaba insistiendo en sus viejas leyendas sólo por pasividad. Cuando levantó la mirada, le golpearon no el cucharón del potaje burbujeante, sino amorosos los ojos siempre bellos de Magda, con un brillo demasiado líquido y un pespunte también triste. Ella demostró que también sabía dar un corte al costado tierno del camino.

― ¿Verdad que eres amigo del iluminado que vive allende crece La Palma?

― Él no me conoce. Pero el rey de España es su amigo.

― ¿Has visto? Por eso tienes que dejar el periodismo.

― Ah Magda. Eres tan predecible como un comentarista internacional.

― ¿Yo?

― Dueña y señora.

― Hoy no verás el color de mis bragas. Para que no te hagas el majá pinto conmigo.

― No ver el color es una buena noticia, si supieras.

Alea jacta est. 

© Ismael León Almeida (2020).

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