PREGONES DE LA HABANA
BREVE CATÁLOGO DE PREGONES DE LA
HABANA ACTUAL
Pedro Juan Gutiérrez, que ha llevado la cuenta a lo más crudo y amargo de La Habana en sus novelas, dejó salir un párrafo cortísimo en una edición de la vieja revista Bohemia, en los años que llamaron del “período especial”. Si uno no hubiera transitado las mismas calles en los mismos días, probablemente no hubiera percibido lo duro y real de aquella leve estrofa. Trataba de pregones, pero marcados de esa prevención, temor a la sorpresa policial, al delator vestido de diario y disimulado contra las fachadas carentes de pintura y sobradas de carteles. Gente que susurraba su mercancía por las calles principales de Centro Habana, la misma urbe compleja cuya suciedad y dolor y falta de perspectiva pintaría con crudo realismo en sus relatos, el realismo que llamaron sucio y del que descreyeron los que no vivieron una parte de su vida en La Habana o Cuba. O vivían otra vida. O la misma, pero sin verla. Ciegos. Ciegos del alma.
Vender era ilegal, era, además, contrario a lo que la sociedad enseñaba desde siempre a cada cual. El trabajo, solo el trabajo, no el negocio, no el dinero, ¡no el afán de dinero!, aunque el dinero hiciera falta, mucha falta, y quien lo tuviera vivía con menos sofoco y hasta con holgura que se dejaba ver. Puede estar seguro que no se hizo rico el jabao que bajaba Belascoaín abajo (sic) anunciando bien bajo, pero audible para el caminante que le pasaba al lado ¡pizapizapizapizapizapiza! en un interminable jadeo, no se hizo rico.
Últimamente, por mi casa, del lado de La Habana que da para el campo por poniente, llega el día y se va, oyendo pasar vendedores con toda su voz. “También es cierto que han pasado como veinte años...”, escribí la primera vez que entré al tema, pero ahora súmele más, ¡más!
¡aj-jooo! ¡Aquí llegó elajo!
¡Lecheeero! ¡Leche! ¡La leche devacaquí! ¡Laquetegustatí!
¡el cepillo delavar! ¡aguja decoseramano! ¡el cubo! ¡es-co-ba!
¡floreeroooo! ¡flóre! ¡vaya tu príncipe negro!
¡cebolla-ajo y ajíses!
¡hay palito-detén-dederacinco la docena! ¡ques'acaban!
¡a-rró! ¡a-rró!
Vaaamohay’africana(s)
¡Ee-egdudcee! ¡tartaleta, señorita, genovesa, eclear, pan de España!¡dudce! ¡dudcero!
¡A ver los coquitos!
¡El rico coquitooo!
¡Se van los coquitos!
¡Se acaban los coquitooos!
Era cierto, a fin de cuentas, no hubo un día que los coquitos no se acabaran hasta el último, paladeados por chicos y grandes a esa hora de la tarde en que se pacta tregua con el trabajo y las lecciones y en las aceras una escuadra de mamás jovencitas le dan vida social a sus cachorros. Una mañana escuché una variante en la avenida 51, que a ritmo cantábile pregonaba un ciego pícaro acercándose y alejándose de la parada del ómnibus:
¡El coquito a peso!
¡Bueno, bonito y barato! ¡Que me voy!
¡El buen coquito!
¡Vamos que me voy!
Pero qué iba a irse. El tradicional coquito acaramelado, como si tuviera su propio patrón oro, sorprendió un día otorgándose a tres pesos al goloso comprador. Con esto perdió actualidad y rima la cuarteta elegante, de modo que un dulcero del barrio de Sevillano resolvió su campaña promocional con solo dejar fuera la versificación:
― ¡El coquí!
Otra golosina conquistadora del paladar infantil se ha visto vender con un pregón muy original. Era como un lamento largo, pero expresado tal vez con cierta entonación de asombro en el agudo vocalizado en las sílabas finales: ¡el merenguiiito!, para concluir como una amonestación inapelable, de sorprendente firmeza:
― ¡Merengue!
Las tardes son para golosinas; las mañanas, para las agobiadas cocineras de casa: "¡Tomate, ají cachucha y ajo a peso!", gritaba con un énfasis que parecía desespero el vendedor. Luego deja salir de los labios apretados un silvidito irónico. Faltan veintitrés minutos para que sea mediodía y el sol cae sobre un pavimento indiferente. En otros días pasa aquel otro que pregona con urgencia, “¡El ajo, el ajo, el ajo! ¡El ajo desgranado de diente grande!”, despabilando la media mañana de soñolientas jubiladas, y el apacible dejarse estar de jóvenes trasnochadores sin ocupación conocida. Entonces comienza el desfile de las ofertas.
¡Maíz tierno Molidoooo!
La segunda sílaba de maíz rabia ya de sol, mucho camino y poca venta. Anda el hombre en bicicleta, y una caja en la parrilla donde carga la cubeta de cinco galones aun mediada de la pasta amarilla del noble cereal y un mazo de hojas verdes de la mazorca, para envolver tamales. Lanza el pregón y la zeta como que se transformara en dura g sobre la que golpea el acento de esa í molesta. La o final del molido se alarga musical, en cambio. No de tierno canto ―lo tierno es el maíz y peligra del calor meridiano―, pero canto al fin.
Y el vendedor de pan que, queriendo distinguir su mercancía, alguno de los días de venta, agregaba a su pregón:
― ¡Vengo shoping! ―, porque los establecimientos en divisas que así llamamos facturaban desde hacía ya un cuarto de siglo la ilusión de un comercio de calidad.
Durante la epidemia del coronavirus, reaparecieron en el barrio los vendedores de pan. Traen, dicen los que han comprado, bolsas de nilón con 10 panes redondos que venden en un ceucé: 25 pesos en moneda nacional (¡Horror! el precio de hoy alcanza 250 pesos por ocho panes; si usted gana 3 400 por mes, incluso menos, tiene que controlar sus desayunos). Es una etapa de carencias y los precios andan altos. Entretanto, no ha de faltar otro vendedor que insista en sus pregones:
― ¡El paquete-pan, el pan suave! ¡Vamo’ que llegó el panadero! ― con voz engordada, de guapo de barrio, porque al par que promueve su producto se cuida de indiscreciones en unos días en que la televisión se había llenado de reportes de negocios marginales sorprendidos por la policía o “denunciados por la población”. Todavía no estaban a la moda las vigentes “mipymes”.
Va en el triciclo el suspicaz vendedor, a quien resultaría comprometedor revelar el horno de donde salieron tales panes, aunque la ausencia de milagros indica que dichas creaciones de incrementado valor mercantil provienen de los mismos hornos, harinas y levaduras con los que fabrican los esmirriados panes que por la libreta de abastecimiento venden a la población consumidora.
Detiene frente a un edificio la bicicleta remodelada como vehículo de carga vocea la mercancía y sin dejar de lanzar su grito de guerrero urbano adelanta los pasos hasta la esquina. Echa a un lado y otro con cautela su mirada de sobreviviente furtivo, para asegurarse que no hay policía a la vista ni perseguidora entrando al barrio, que en días de la emergencia sanitaria podían aparecer sorpresivos. Vende un paquete, se acomoda en el sillín y dobla por la calle inspeccionada, sin dejar el pregón:
― ¡El paquete-pan, el pan suave!
Temprano en la mañana, cuando abra la panadería ya él habrá vendido lo suyo, porque está el que anda de prisa y no espera a que abran el expendio, y el que no quiere hacer la cola, o el que no le alcanza la cuota de pan. Entonces no sería tanta la ganancia como hoy día, porque el panadero que aparece en el barrio con su triciclo y su pregón amenazante no produce pan, ni sabe del arte de harinas amasadas, ni tiene con qué fabricarlo. Su habilidad es tener el contacto en una panadería, comprar la carga a un precio, envasar en bolsas y salir a vocear para obtener un margen de ingresos. El cliente paga la diferencia y el consumidor de la norma de pan subsidiada se queja de los panes de poco peso, mal horneados o viejos.
Poco o mucho ingresara el del triciclo, era ganancia neta y siempre es más de lo que gana en un empleo, si acaso tiene empleo. Viste de gris y vocea con masculinidad acentuada el vendedor de pan. Pague y ándese con cuidado.
Pero el socorrido alimento en base a cereal importado tiene tanta oferta como absoluta de manda, todavía hay otros en competencia, que no importa se le escape uno, que otro vendrá un par de cuadras detrás hasta que la noche cierre sobre el hambre del mundo:
¡El pan suave!
¡El pan, panaderooo!
¡El rico pan suave!
¡El pan, paaan!
Otro que sigue al rato voceará, porque no escasean para ello lenguaje, productos con demanda ni necesitados:
¿Panadero? ¿Panadero? ¡El paaan!
Así, como si se lo estuviera preguntando y luego colmara su propio asombro:
¡El paaan!
"El ajo desgranado, el plátano maduro y la malanga", proclama una pareja con acento musical. Son los primeros del día en alguno de los veranos pasados; pasaron cuando todavía algunas mujeres trabajadoras no se habían ido a buscar el ómnibus y las amas de casa estaban por cerrar la puerta del apartamento para llevar los muchachos más chiquitos a la escuela. "El ajo desgranado de diente grande", apuesta la vendedora, tentando con el anuncio de una ganga a la clienta calculadora. Un par de años más tarde, acaso más tiempo, el reclamo tiende a ser más musical y sugerente:
El ajo desgranado
lata grande, diente grande
y no hay que ser adivino para reparar en que la nueva composición supone corregir una marrullería de vendedores, manteniendo el precio, pero achicando la medida. Su compañero lleva dos jabas y una mochila a la espalda; ella va más ligera, sólo lleva el ajo en una jaba. Van por la calle con el primer sol y uno no sabe si madrugan por acabar temprano o porque su día tiene que ser más largo si quieren algo de ganancia. Hay que gente que se esfuerza por montar un negocito y en cuanto ven que con un poco de faena duplican lo que daba el salario y les queda para una botella de ron del bueno de vez en cuando, pues ya no madrugan, aunque haya clientes añorando un café camino del ómnibus. Probablemente la verdad sea que tienen que velar todavía oscuro a que algún camión de viandas llegue a la ciudad para coger buena mercancía y precios tempraneros, de entusiasta mayorista que ve antes que el sol dinero fresco en su bolsillo. También es cierto que hay competencia en las calles y el que vende primero, vende y hace clientes, que es vender mañana.
― ¡Se forran, se reparan y se hacen nuevos col-chones!
“Esta útil rama de la auto-economía del cubano se ha multiplicado en una década”, escribimos en su momento, que el tiempo sigue pasando. Es una apreciación subjetiva, no contrastada por fuentes documentales, pero si el fin de semana anda usted por un barrio periférico de La Habana seguramente los va a ver pasar, o al menos escucharlos:
¡Reparador de colchones!
A veces se nos olvida. Anda uno perdido por esos terraplenes y el hombre pasa justo cuando uno está bajo una mata tratando de cobrar resuello bajo el sol cumplidor de un agosto sin turbonadas.
― ¡Almohada! ¡Coge tu almohada!
Una y otra vez, paladeando cada sílaba aparte antes de soltarla al aire vaporoso de los sábados alternos. El hombre, ya en los cincuenta, viste su pantalón a las rodillas y un pulóver a rayas color vino y blanco. Lleva a la vista dos almohadas de tela pulcra, oscura una y clara la otra. Al costado un jabuco hinchado de otras dos y ese es todo su negocio.
La voz del vendedor llena la tarde que avanza, con un tono solemne como de responso, recitador vespertino de un confort que no nombra, como si junto al esponjoso relleno regalara la clave secreta de la intimidad de la alcoba.
― ¡Coge tu almohada!
"El jarro de aluminio, chancletas de baño, el pozuelo con tapa". En alguna parte hay una industria produciendo para que vivan estos quincalleros pedestres. Ferreteros de las aceras... Ellos casi siempre son especialistas en una rama de productos y solo por imperativo de las circunstancias amplían sus renglones. Los más inteligentes son remisos a entrar en cualquier tipo de negocios ilegales, o que sean poco claros o inseguros.
A veces llega al barrio alguno que en figura y tono del hablar revela el origen distante de la urbe, que en sus lares a veces han desgastado nombre y figura en sucesivos avatares y salen en busca de lo que suelen llamar “la placa”, conglomerado de calles y fachadas donde al doblar de la esquina eres anónimo, y donde la mano que controla está más agobiada o menos dispuesta que en los pueblos chicos. Y como siempre hay algo que mercar, salen a barrios donde edificios iguales de cinco plantas se alinean hasta el infinito:
― Ocho tomates grandes ¡a diez pesos!
― Plátano fruta grande ¡a peso!
― Mamey maduro ¡diez pesos!
La primera parte es una frase que suena cantada al concluir; el precio es un seco golpe de bombo. Precios de un día que es añeja crónica, más la actualización presente paraliza la respiración: esta misma mañana, en el barrio donde ahora mismo estamos, una mano de plátanos fruta, que serían una docena, se ofrecía serenamente al precio de 450 pesos: tres días de salario de un trabajador calificado. Tal vez no sea el extremo: lo más brutal en costo seguirá siendo por siempre el de un kilogramo de azúcar por 650 pesos: el mismo ingreso aludido alcanzaría apenas para diez u once libras en el mes del dulce producto, no solamente tan tradicional como autóctono. Usted no ha cortado tanta caña en su vida para que le incomode por ese lado la cuestión, pero sí recuerda que de niño su padre, trabajador de un central, le llevó a que viera lo que llamaban el piso de azúcar, y el montón del dorado grano salido de la centrífuga era más alto que uno de nuestros edificios de cinco plantas.
Cada vendedor en las calles cubanas desarrolla su propia mercadotecnia, el arte de vender que podría inspirar a un ministro o a un gerente del ramo, si estos señores tuvieran tiempo para aprender algo más que sus depuradas habilidades, y qué decir de un empresario profesional que en su gloriosa ejecutoria ha pasado del agro al cemento, luego al periodismo y más tarde al turismo. El que debe convertir cincuenta dólares que le dejó un pariente en la subsistencia familiar de todo un año tiene que ser maestro de un arte probablemente tan viejo como la sociedad humana. El tema de la subsistencia, al que se atribuyen infinitas dificultades del existir, sin que se piense mesuradamente que una de las peores, en la suma de esfuerzos sin pausa, es el obstáculo insalvable para los que requieren disponer de un margen de tiempo para la realización personal, que es algo más que el nutrir y vestir el cuerpo.
En contraste, el auge del talento comercial parece cotidianamente cada vez más fuera de límites. En el año 2005 pasó por el barrio un vendedor que tal vez nunca sabrá que tiene la perspicacia que ansían para sí uno u otro redactor publicitario. Era su pregón de una simplicidad democrática, una síntesis reporteril, un ritmo oculto pero obvio, y a la vez cierta influencia de las consignas políticas que durante décadas han inundado calles y vallas, lo cual en el fondo le daba autenticidad al vincularlo al entorno que le era propio. Decía así:
Es más fácil acabar con las cucarachas
que vivir con ellas ¡El Fumigador!
Sentencia de filósofo declamada con ritmo y autenticada con firma de autor. Advertencia de sufridas labores y ascos innúmeros si se deja mandar en los rincones de la casa a bichos pardos por ahorrarse unos pesos que al fin no son (eran, ¡eran!) sino centavos. Cuando concluía su verso con esa frase ¡El Fumigador! lo hacía con una grandiosidad de tribuno o, como sería más contemporáneo admitir: de cuadro bien entrenado.
Años más tarde apareció por la cuadra el señor Control de plagas. Volvería un día a la semana, así fuera Viernes Santo. Anda con un pito que sopla un par de veces frente a cada edificio y entonces entona:
― Veneno pa’ las cucarachas. Veneno para las hormigas, santanillas. ¡Veneno pa’ las suegras!
Y enseguida ríe el viejo su propia gracia, caminando sin prisa y muy metódico todo el barrio, aprovechando la hora temprana nada más. Sopla el caramillo, coge aire y vuelve:
― ¡El polvito gris!
El Sr. Control de plagas anda a un paso muy calmo las aceras, bajo su cómica gorrita de pelotero, que le protege el rostro, ya soleado de viejo, de nuevos tuestes. Lleva una sonrisa plástica que no se le acaba ni cuando sopla su pitido mono-tono, como si llevara puesta una careta de su propio rostro lista para el negocio. Inspirado va:
― ¡Veneno pa’ las suegras! ― y se ríe, contento de su ingenio.
Compro caja amarilla de reloj.
Compro una cadena, un anillo, un arete.
¡Pago bien cualquier cosa de oro!
Unos meses más tarde, parece que la alteración de la onza del metal en la bolsa mete prisa al pedestre cambiario:
¡Compro oro! ¡Compro oro! ¡Compro oro!
¡Pago bien cualquier pedacito de oro!
O este más reciente:
¡Compro oro! ¡Compro oro! ¡Compro plata! ¡Compro enchape!
Al misterio de la compra de oro habría que agregar este otro:
Se compran los pomos de perfume vacíos y se pagan bien.
Ah, muy bueno, la industria del reciclado está por buen camino en la Isla. Hasta vamos aspirando a una sana especialización. Todo esto pensaba el Ingenuo Culpable, que asomando sobre la baranda de su balcón el volumen asmático de su torso, se daba cuenta de que la sabiduría que las grandes lecturas se había quedado anclada en un clavo de la biblioteca municipal y en los grandes empeños que consumían sus años estaba perdiendo las claves del diario existir. Y eso en La Habana se pagaba caro, al decir del viejo Prendes: “Apréndete el cuento del gorrión que se detuvo en medio del pavimento a picotear una caquita, justo cuando un par de autos almendrones se hacían competencia: ¡a la calle no se puede salir a comer mierda!”. Tuvo que preguntarle a Brunilda, que llegaba de la cola del pescado de dieta en el minimax, para enterarse de que el destino de los aromáticos recipientes era ser rellenados de fraudulentos elíxires, cobrados casi al precio que una famosa casa perfumera en la quinta avenida de NY proponía a sus selectos clientes, aunque sin los descuentos de allende la big apple.
Por la tarde pasan los dulceros. Es la hora en que la gente llegaba de sus ocupaciones en la calle y habían pasado horas desde que almorzó en algún comedor obrero, donde servían poco y mal cocido. “Total”, dirían los que cocinaban para la gente de la cola, con sus latas de refresco usadas para tomar el agua y cucharas de aluminio. Un dulce ayuda a esperar la comida de la casa y a calmar el estrés de todo un día lidiando, al menos hasta que lleguen otros a suplir la carencia proteica de la cena con chicharrones, tamales, croquetas. Pero todavía es temprano y el cofiquey, los coquitos, el eclear, el maní tostado y molido... pasan uno tras otro. Como suele ocurrir cada dos o tres temporadas, un día llega alguno con una nueva composición y, suerte o no en las ventas, se va a prender a la memoria de las gentes y captará su juicio. En cuanto a golosinas, este en verdad se esmeró, en una declamación entre lo didáctico y lo impositivo, terminándola casi en un tono de regaño, sobredimensionado por la difusión mediante audio digital amplificado:
El pay de coco
de guayaba
la gaceñiga
y el pastel!
Fresquecitosss!
¡La verdadera receta
de la masa quebrada!
En las ventas de la calle hay vianderos en general, como el del silbidito que pasa casi a diario, y los hay ocasionales, como los que pasan con malanga y ajo que se ve por todo que vienen de provincias, y los estacionales, que tienen a mano una mata de aguacates y salen a hacer unos pesos mientras haya frutos en los gajos. A punto de poner los platos en la mesa llega en el verano hasta los apartamentos la voz cansada, lenta y casi cantada en una pauta tímida.
― ¡Aguacate, vecina!
La voz parecía dibujarnos una anciana con una caja pequeña tapada con un paño. Oculto llevaba el fruto recién maduro, verde suculento, único en la mesa. Asomadas al balcón, las amas de casa veían la misma mujer, la caja, el paño y los buenos aguacates listos para cortarse en lascas y servirse, quien, con sal, quien, con adobo, para lujo de la comida. El dibujo, claro, estaba incompleto, pues la anciana andaba en su bicicleta, lo mismo que el que semanas antes iba trayendo sus mangos.
En lo que espera a que baje a la acera el cliente, pasa la competencia, que no hará mella, porque pedalea con prisa y raro pregón, de voz amujerada, por broma o vaya uno a saber:
Grande, maduro y fresco,
el aguacateee.
El aguacatero llegó:
El que no me oyó,
no bajó,
no compró,
se quedó-o.
― ¡Aguacate, vecina! ―, insiste en fino modo la viejecilla cuando el otro va por la esquina, quedada frente de cada escalera del edificio y sin levantar mucho la voz. “A-gua-cate ve-ciii-na”, entona, despaciosa. Vende poco, pero vende. Sin la prisa del que pasa pedaleando a viva voz, o del que arrastra el carretón y quiere acabar la carga para traer más.
― ¿Por qué dice así, abuelo? ―, pregunta el muchacho que ha entrado este curso en la secundaria y está atento a cualquier asunto que permita así sea un minuto de broma― “¿aguacate vecina?”.
Pregón con receptor incluido, caso de técnica publicitaria natural, como aquel caserita del antológico manisero. El chico dice “¡Ah!” y no se acuerda ya de que a los dos años hacía por entender el anuncio entusiasta y cotidiano del maní y con la alegre manía de imitar de los párvulos, entonaba en el balcón:
― ¡ ...iiiiíiiiiii!
Fueron seguramente pocos días, dado que el que tiene un aguacatero en el patio suele alegrarse de poder vivir, aunque sea un poco de lo que produce el árbol, porque la mayor parte del año lo que le toca es barrer hojas y ver aparecer las yemas con la esperanza de que los vientos de cuaresma sean esta vez clementes. Un día mandamos a comprar para la comida. Uno en diez pesos; grande, listo en madurez, pronto cortado en trozos, que acompañó con esa frescura siempre nueva, redescubierta una y otra vez, una temporada y otra, el yantar laborioso del día. Cuando se acabe el aguacate, vendrá la lechuga, el tomate, que acompañarán las cenas de Año Nuevo. Pero una vez que el año empiece a calentar, un día cualquiera de almuerzo pobre alguien lo dirá en la mesa:
― ¡Ah! Arroz blanco, huevo frito y aguacate. ¡Con eso me bastaría ahora!
A veces son pasadas las nueve de la noche y el del yogurt y el de los tamales siguen voceando su mercancía por allá abajo.
― ¡Yogurt y leche! ¡Yogurt natural y de fresa! ―el hombre que pregona no tiene rostro. Probablemente sea el del carretón, porque entre frases una gangarria campanea en metálico. El carretón es propiamente una araña, o sea, un coche tirado por un caballo, con dos ruedas de auto, dos barras para atar el animal, un asiento para tres personas y una leyenda en el respaldar: “Me voy, pero volveré”. A veces escriben otras cosas, quien sabe lo que habrá escrito el lechero a sus espaldas, para decirle a la gente quien es él a medida que se va alejando. Tal vez nada, porque lleva años en ese comercio, parándose cada anochecer en las mismas esquinas, aprovechando crepúsculos en los que la policía se retira a los comedores y a asuntos personales. Vende de prisa y parte por calles disimuladas, caminos vecinales y luego una última vereda para desengancharse del carretón, poner a comer hierbas a “Sinsonte” y empujar la puerta trasera de la casa a la hora en que comienza la novela.
― ¡Yogurt! ¡El buen yogurt! ―. El de los tamales pasa una sola vez todos los días, sigue de largo con su cubeta plástica de cinco galones montada en un carrito con rueditas que fue de una maleta que viajó al aeropuerto y retornó a la casa. Alguno lo oye desde la casa cuando ya ha terminado de comer y se siente incómodo; está recordando los años en que cada peso había que buscarlo en las calles de una docena de pueblos en un radio de más de cien kilómetros. Por eso sabe que el que pregona es un hombre que puede andar preocupado por problemas con la mujer, un niño con fiebre en la casa, el techo flojo con un ciclón a 300 kilómetros al sur de Cabo Cruz, la discusión con uno ahí que anda por el barrio y puede acabar quien sabe como, la policía que a lo mejor está de operativo esta noche en el cruce de la autopista, en lugar de estar en la cola del comedor de la unidad o en un asunto personal.
El de los tamales es del barrio, a fin de cuentas, pero de todas formas a las nueve y doce minutos uno quiere estar bañado, adormilado frente al televisor, quien sabe si leyendo lo poco que pudo guardarse del periódico para más tarde. El del yogurt vive en las afueras. Cuando llega con la “araña” a las seis vías retiene las riendas y el caballo da unos pasos sordos, poniéndose a sentir si vibra con prisa el rodar de un gran camión. El dueño se baja para enganchar el portillo de alambres de cerca y palos, da unos pasos para asomarse a la autopista y los ve allá bajo el puente, vigilantes. Toma las riendas y pie a tierra conduce bestia y coche pegado a la orilla de yerbas, altas de las lloviznas del verano, y matas de sonoras vainas de algarrobo. Paso a paso, con la complicidad del animal que, crecido en estos mercadeos, sabe que no debe mordisquear el paraná verde, ni pararse a lo tonto a aprovechar el salidero de aguas limpias en un paso del cruce. El dueño lo enseñó en su momento con un buen jaquimazo, uno solo, y después le cumple con comida, agua y buenas palabras cada día al culminar el afán de la jornada a prima noche.
A las once el que escribe siente el terral que entra por la ventana regando al piso parte del picotillo de papeles que se va acumulando en una punta de la mesa, restos de los pliegos en los que las notas de este texto se fueron acumulando en el tiempo. La vista sale afuera y halla una luna muda en el firmamento de titanio.
De niño, recién llegado hace más de medio siglo a la capitalina calle Gloria, pasaban por el frente de la casa las carretillas cambiando jarros y pirulíes por botellas. También pasaba el tamalero, el del maní y uno que cargaba una pesada caja forrada de chapa de zinc, colgada del hombro con una ancha faja de lona. Esta caja era una nevera y dentro traía en gélidos sabores los durofríos, que casi siempre vendían después del horario de la escuela. Más tarde pasaban el tamalero, que quería coincidir con la hora de la comida, y el del maní, para la gente que pasaba el rato de noche antes de acostarse, en ese orden. El cambiador de botellas hacía su negocio en las mañanas. Los jarros eran artesanías elementales, a partir de envases desechados de lata, los que el necesitado vendedor fregaba muy bien, les eliminaba con cuidado y martillo de cabeza bola el más mínimo saliente filoso en los bordes, y muy esmeradamente fabricaban un asa del mismo material, de otras latas que eran sacrificadas por este buen fin. Eran recipientes de pobres, que al fin y al cabo los cambiaban por botellas vacías que se podían recoger a la orilla de la calle. Era un misterio lo que haría el hombre de la carretilla con las botellas vacías, porque en la antigua época de subdesarrollo lo más seguro es que no hubiera recuperación de materia prima ni nada de eso. O como decía aquel Agustín del barrio de calles estrechas con vista distante, pero vista al fin, al puerto:
― Ni ná de’so ―. Puro castellano.
Los pirulíes eran otra cosa. Un cono azucarado en colores, con un palito, una varilla de hoja de coco casi siempre, para que el niño lo asegurara mientras la lengua y la saliva hacían su trabajo. No hay que decir que eran lo más llamativo del negocio, porque los pirulíes iban en lo alto, clavados los palitos en una cañabrava erecta, para que todo el mundo viera desde lejos su reclamo, y tal vez, barrio difícil, para que la audacia chiquilina no hiciera su día:
― ¡Manigüiti!
Rareza de las costumbres, historia pequeña pero esencial, al cabo, como cambiando tantas cosas en el tiempo, se mantienen otras de la cotidianidad, como si nada fuera en verdad a ser un día diferente. Los pregones, que volvieron subrepticios como primera señal de una época en retorno, aparecieron antes de que el dólar dejara de ser delito, y están ahí todavía después de que se reanudaron las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, se afirmó que el bloqueo desaparecería y una nueva ola de emigración (legal, ilegal, por mar, por tierra, física y todavía más, mental) ocurriera. Sentarse cada día a la mesa es algo que no cambia, como otras necesidades que volvieron a aparecer... Y otras más, que se van inventando al paso de una modernidad para incautos.
Pasa el panadero en cada barrio, el galletero, el vendedor del yogurt que aparece y desaparece, como las estaciones o las frutas de estación. Los vendedores de cloro y desincrustantes, de odorizador, de palos de trapear...
― ¡Anda vecina compra y no le pida (s) a tu vecino!
Los estilos se han hecho agresivos. El panadero lleva un silbato de cartero pegado a la boca. El heladero buscó un chip musical con amplificación de sonido incluida para difundir musiquillas bastardas que entran a la casa por la misma ventana que lo hacen los ronquidos de las motos, los acelerones de los autos, los gritos de los vecinos que no subirán jamás dos pisos para tocar una puerta. Y si ya es poco lo de las serenatas musicales, algún ingenioso se las arregla, con celular y computadora, para adicionar un pregón muy circunspecto, que uno ha dudado algún día si lo traía ya grabado o lo pronuncia al paso mesurado de la bicicleta:
―¡Paletica y bocadito’elado!- y siguen los compases: que los cumplas feliz que los cumplas feliz que los...― ¡la paletica!
Solemne admonición parece aquella escueta frase, con la que el ingenioso heladero intenta superar la machacona música de tiovivo ―Campanero campanero, cumpleaños feliz, algún remedo infame de pieza sinfónica― con la que anuncian su mediocre producto. Empuja un amplificador, la bocina y el cableado a un aparatito electrónico que empastilla en algún chip su melodía fantasma. Hay quien cree que el hombre, pedaleando pausado, dice muy sereno cada tantos metros «¡la paletica!», pero todo el trabajo lo hace el amplificador electrónico. Y tan solemne suena al oído el anuncio, que quien lo escucha al pasar está a punto de quitarse el sombrero o la gorra de pelotero y quedarse en atención hasta que se pierda calle abajo con toda su gloria de mantecado, chocolate glasé, fresa o caramelo.
También podría hacerse sin tanta tecnología, solo con una vieja walkman, un amplificador que puede hacerse con algún viejo radio vef, un moderno mini-micrófono portátil y el interruptor del timbre de la puerta, colocado junto al freno del ciclo. La música fluye libremente hasta que el heladero llega justamente a los pies del edificio donde viven clientes buenos compradores, muy tomadores de helado de chocolate, que no hay, de vainilla, que no hay, de fresa, que va a comprar, y de mango que es temporada y se les va a convencer de vender. Oprime el timbre a la vez que frena y la música se interrumpe, pero deja abierto el micrófono, y brota glorioso el anuncio:
― ¡El heladero!
Corte a: Campanero, campanero, versión instrumental...
Corte a: fanfarria de La caballería rusticana. Stop
― ¡Fresa, mango, chocolate!
Corte breve a: ¡ding dong!
― Tu refrescador del verano!
Corte a: dos compases de El lago de los cisnes.
― ¡Fresa y mango trae! –pausa- ¡El he-la-de-roooo!
― ¿Y el chocolate?
― Ay mi niña, que pena, se acaba de acabar. Pero tengo una fresa de lo más rica que casi no queda, y mango.
― Dame fresa.
― Marchando la fresa, ¿una?
― Cuatro paleticas
― Que son veinte, gracias mi sol ― Guardaba el galante heladero sus veinte pesos, precio de aquellos días, y sigue su gestión. Diríase que es un graduado de Comunicación Social, un licenciado en Pedagogía acabado de salir del aula, un ingeniero que se ha quedado sin empleo porque cerraron la fábrica donde sus conocimientos mecánicos, eléctricos, químicos y en general tecnológicos no le sirven para entender el modo absurdo en que las galleticas se envasan a mano, el puré de tomate fluye indetenible a la lata de a galón abierta que pasa empujada por el flujo de latas y llega la otra dejando la precedente desbordada y el chorro gozosamente suelto, y así, hasta que la campaña del tomate acaba con el fin de la cosecha, la falta de cajas para envasar en el campo, de transportes para traerlos desde el acopìo, o de combustible para mover los camiones o de...
Ha pasado el tiempo y con él el retorno de los problemas: carencias extremas y pícaros que saben qué hacer. Sucedió algo llamado “reordenamiento”, los salarios aumentaron en cantidad de pesos y el valor adquisitivo se vino al piso. Uno debe ponerse a calcular cuantas horas de trabajo cuesta ahora un aguacate. Un huevo llega a costar 100 pesos. Eso, hoy.
Así que en fechas más próximas el negocio de las paleticas ha evolucionado según todo. De la refrescante mercancía se ocupa ahora una señora con pamela y mangas largas, casi a oscuras con el cambio de la hora, que acabó antier la de verano. Viene en la bicicleta que es un triciclo, pero pequeño y de carga, con las dos ruedas delante, no como los de pasajes, que las llevan detrás, bajo la cabina de los viajeros, podría decirse. Una gran sombrilla cubre todo, previsora del sol que tuvieron al comenzar su venta, señora y carga del gélido producto. Voz casi musical, mimosa:
La paletica
La paletica de helado
A cincuenta pesos (sugerente el tono)
Ahora sorprendida:
¡La paletica!
¡A cincuenta pesos!
Y repite, solemne, su ganga:
¡A cincuenta pesos!
Y se escucha de fondo:
― ¡Negros los frijoles! ¡Frijoles negros! ¡El arró, el arró!
Que a veces alienta o tienta al comprador que lo escucha desde los apartamentos y se hace el sordo:
-- ¡Vamo el arró, el arró!
El último que escucha, antes de ponerse a guardar las notas de este registro de ofertas para sobrevivientes, pregona con voz bien modelada, discreta musicalidad y no mal sentido de los fines publicitarios. Bajo el tórrido verano que completa el primer cuarto del siglo XXI avanza por la ardida calle tropical en bicicleta, de modo que a nadie extraña las recortadas prendas del atuendo ni menos la gorra que hace un poco de sombra portable sobre los ojos y el cerebro. Se refresca el vendedor, pregona miel de abeja:
― ¡La buena miel!
Y cigarrillos:
― Popular rojo con filtro ―y advierte, intencionado―: ¡suelto y en caja!
En unos años todo esto no será sino una vieja crónica de barrio. Pregúntele a cualquiera.
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