Rituales
RITUALES
Leo en algún sitio de las redes un mensaje acerca de rituales de la escritura. O spara que el proceso mental de la redacción se desencadene. Me acordé de Hemingway, que es uno de los pocos escritores por cuya vida privada uno ha tenido que interesarse, que tenía aquello de los siete lápices a los que sacaba punta y lo de tapar el timbre del teléfono con papel para evitar ser molestado. Todo ello, viviendo en una finca con una plantilla de servicio que hoy mismo habría podido solucionar lo de la cola del gas, la de la panadería, la gestión del alprazolam en la farmacia, y todavía les quedaban manos para lavar, limpiar, cocinar y conducir el auto, y aun con la magia de ser un lugar donde el silencio es uno de los tantos lujos que mucho habitante insular quisiera para sí.
Pero lo del autor de San Francisco de Paula no tenía lo que he entendido como rituales. Sí escribía de pie, sobre la piel de algún animal que su ego había asesinado, y probablemente descalzo. Tal vez cuando uno tiene que ganarse la vida en cualquier empleo y encima escribir todos los días, o cuando el cuerpo lo pueda, sea necesaria toda ayuda sicológica que uno pueda conseguir. Pero pienso en el escritor como un carpintero, o como el albañil que tiene que levantarse todos los días y pararse delante de su pared para darle resano, colocarle una hilada más de ladrillos o enchapar cuidadosamente una cocina. Si tiene resaca, discutió con la mujer o padece un duelo, su trabajo será hecho, un día inspirado, otro sufrido.
Esta rara idea del trabajo de escritura le viene a uno de los años de periodismo: no hay fantasía de inspiración, ni trucos, ni canción o concierto. De hecho, los comienzos de uno que conozco fueron en una emisora radial donde nos reuníamos casi siempre a la tarde hasta catorce redactores, y era un infierno aquello con un televisor, dos teletipos tecleando, media docena de máquinas de escribir marca Robotron y un par de grabadoras en las que uno mismo u otro colega estaba revisando fragmentos de entrevista ― ¡o discursos!— para concluir el despacho que en cinco minutos saldría en cabina o el reporte para el noticiero estelar. Y bueno, quien había concluido o estaba allí por simple desidia, que los hay, pues conversando. Y en ese ambiente se trabajaba y felices.
Verdad como pirámide es que la escritura cuyo objeto es un libro es una tiranía del texto, pero de ahí a tener que rezar para inspirarse hay una larga distancia. Escribir es un oficio, un trabajo para gente que violenta su alma si es necesario, pero cumple con lo que, las más de las veces, carece aún un editor, y no padece de un jefe de redacción dando latigazos por teléfono o correo electrónico, por la hora de cierre o las exigencias de trabajo editorial para que el libro salga en fecha de la imprenta y pueda ser presentado en la Feria que será dentro de seis meses.
Hubo una época en que el mismo individuo que dijimos que conocemos solía sentarse a escribir fumando, con una taza de café a manos y cuando la función se endurecía, porque a los párrafos les daba por repetir datos y descripciones, pues medio vaso de ron se sumaba a la montaña de papeles que rodeaban aquella máquina de escribir, creo que japonesa, que murió de pena el día que, del mismo país, alguien trajo la laptop más antigua del mundo, con 1.75 giga de memoria (créalo o no). Aquel libro fue terminado, el primero de todos. Y el hábito de fumar fue abandonado, el ron se aprecia para mejores celebraciones, y el café llega al mercado del barrio quién sabe cuándo.
Lo que impulsa la escritura es vivir, la feroz curiosidad por todo en torno, la creencia en que aquello que logres plasmar con autenticidad será un testimonio que no podrán borrar o desmentir los que siempre están intentando imponer un modo determinado ―conveniente a su modo― de entender la sociedad. La misma mesa donde está el ordenador en que escribo, más un par de memorias adicionales, hay varios bultos de notas en cuartillas dobladas a la mitad o en cuatro partes. Escritas a lápiz o con tinta en fechas a veces lejanas: notas de libros, de reuniones o eventos a los que a veces asistimos, cosas escuchadas en la calle, leidas en instagram, observadas mientras regresamos con una bosa de pan de la panadería, o imaginaciones mientras hacíamos una guardia para ganar un salario. A toda esa documentación, que compara uno con infantil orgullo a las que ha visto en fotografías donde aparecen dioses como Lezama, Fernando Ortiz o Cintio, le llegará el día de revisar, cotejar, organizar, y decidirse a ser un libro, o un artículo, o un ensayo, o un simple papel que llevar al contenedor de desperdicios.
Tal es el ritual más necesario. Si en su interior el escritor siente en el día cierto desapego por su tarea, puesto que es un ser humano como el carpintero o el albañil de que hacía ejemplo, pues tiene la opción de dejarlo estar un poco y ponerse a otra cosa. Puede que mañana, o la semana entrante a más tardar, el párrafo que hacía resistencia brota diáfano apenas levantarse, pues hay una mente entrenada que no dejará de trabajar hasta hallar el modo. El reportero aquel que dije terminó así unos cuantos compromisos, que trabajos hubo que para tres cuartillas se llenaba una carpeta regular de gruesa con notas y recortes: ese es el oficio. Lo del ritual, seguramente, es una fina curiosidad para gusto de alguna clase de publicaciones y lectores. Cada cual es libre de escoger.
Imagen: El Antivirus (@ismaeleonal)
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