Los editores y el redactor

 ESA PERSONA DEL ESCRITORIO DE ENFRENTE


La vida es un misterio. Los únicos que no lo creen son los que se levantan a las nueve de la mañana y le saltan encima al móvil para ver cómo les comienza el día con un poco de diversión. Durante los primeros años en el periodismo, que uno se creía poco menos que Clark Kent a punto de desabotonarse la camisa, hallaba que los editores de la redacción eran unos tipos metidos que siempre tenían a mano el modo de hacerte perder tiempo. Además de ceño fruncido y un vocabulario que solamente incluía errores de redacción, tenían un índice pulcro para que no le quedara duda de en cuales líneas de aquel par de cuartillas estaban el adjetivo innecesario, el verbo que inducía a confusión a los lectores y el sustantivo que clamaba por el diccionario de la RAE, tres tomos temibles siempre visibles a las espaldas de aquel Él o Ella.

Verdad que el ignorante trabajaba en una agencia de prensa de mucha autoridad y aquellos despachos tenían una visibilidad horrorosa, si se nos permite decirlo. Hubo ocasiones, cuando trabajaba en un país más pequeño que el de siempre e igual rodeado de agua por todas partes, el jefe de información o la jefa de redacción, antes de irse a casa, advertían que del asunto tal nada se publicaba, hasta que la Agencia no emitiera la información. Luego estaba uno precisamente donde salía aquello que allí mismo se emitía, después de que a través de un teléfono especial un poder invisible lo aprobaba. Entonces, el editor, te miraba, para que te fueras a casa, ya habías cumplido. O no, que alguna vez sería: Lo siento, pero Allá Arriba mandará la versión oficial”. Y tu trabajo de todo un día siguiendo los pasos de un uniformado se iba o no al cesto de la basura, pero no pasaba a los teletipos.

Sin embargo, hubo un tiempo que el novato llegó a ser más ceñudo e incómodo que su Editor/a, cuando descubría una infeliz errata en el texto propio. A fin de cuentas, cierto ego comenzó a acompañarle, una forma especial de vanidad, de que ser reportero era para gentes veloces, ágiles de piernas y de percepción. Pero a la vez comenzó a pensar en sus viejos editores con respeto y simpatía, y nunca halló que estaba listo para sentarse en el escritorio de enfrente.

Luego llegaron los libros, del modo más simple. No como un sueño de un chico de secundaria y bachillerato que se veía a sí mismo acosado por sus antiguos compañeros de grabadora de audio y libretita de notas ni soñábamos que llegaríamos vivos a la Edad de los móviles-. Libros que comenzaron como una necesidad de una cobertura, porque nadie sabía de un asunto que era imprescindible mencionar en el reporte y buscando pasaron años y el material formó bulto. O hizo falta una aclaración para algo que dijo otro, y acabó metido otros dos años en una indagación que lo llevó a buscar respuestas en medio planeta. Entonces sentimos que habría sido un privilegio y una tranquilidad que alguno de aquellos maestros exigentes y poco comunicativos te dijeran cuantos errores tenía aquel volumen entusiasta que uno llevó, esperanzado y temeroso, a otra clase de editores.

Cuando se le ocurrió que el oficio de editor era algo bello ya peinaba canas. Un escritor puede alardear de lo que ha publicado, pero entiende, con la mayor modestia, la diferencia que marca tener un editor como los que pusieron en las prensas las novelas de Hemingway, o trabajan sobre los libros de Padura, u otros de los que a veces el lector no alcanza a la curiosidad de identificarlos en las páginas de créditos, de la misma forma que nos saltamos los prólogos hasta que aprendemos a leer... Usted entiende. 

¿Es demasiado tarde para querer ser editor? Puede que a alguien la pregunta le parezca similar a la que se haría una persona de treinta o menos respecto a la posibilidad de enamorarse. Solo que a editar hay que ponerle más empeño, ¿o no? Por lo pronto, se cansa uno de pulir y se va a dejar el manuscrito en manos ya saben de quien. Pasa muy tranquilo una temporada, dedicado a perder el tiempo, hasta que cae de nuevo en la trampa. Escribir es lo más adictivo jamás sentido, y es una suerte que el editor esté ahí para ocuparse de lo suyo.

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