Un descendiente filipino en Regla, bahía de La Habana
De variadas historias/08
Un descendiente filipino en Regla, bahía de La Habana
El método de pescar agujas con
cordeles, a mano limpia, fue llevado a La Habana por pescadores procedentes de
Manila, en una fecha imprecisa del siglo XIX, quién sabe si antes. Lo dijo
Ernest Hemingway en su estudio “Marlin off Cuba”, en 1935, y ahí dejó el
asunto. No volvió a referirse a los filipinos, aunque el Premio Nobel de 1954 y
el Pulitzer que ganó el año anterior le deben todo al conocimiento que adquirió
en la isla antillana acerca de aquella forma de agujear en la corriente del
Golfo.
Un cubano que por la misma fecha
se interesaba en el estudio de la pesca comercial, había publicado, un lustro
antes que el escritor norteamericano, que el método de pesca mencionado era
propio del país y no tenía noticias de que se aplicara en ninguna otra parte.
Entonces el lector creyó que Hemingway, reportero de medios de alto estándar en
inglés, había caído en la trampa de un dato exótico y se había aprovechado de
él para hacer muy atractivo el comienzo de su texto, más apreciado hoy día por
científicos que por exégetas literarios. Fue desconcertante que Federico Gómez
de la Maza, justo en 1936, cambiara su opinión, dándole la razón al novelista,
pero sin hacer mención de él ni de su escrito, aparecido como capítulo segundo
del libro American big game fishing.
Lo que no hicieron Hemingway ni
Gómez de la Maza fue aportar la mínima prueba de su argumento. Uno y otro ensayaron
un cierto amago descriptivo de las embarcaciones que habrían usado los manilos ― el término es vernáculo y de uso bastante antiguo. Lo recoge Esteban
Pichardo, en su Diccionario provincial de
voces cubanas, cuya primera edición vio la luz en Matanzas en el año 1846―,
y el segundo dejó correr un elusivo atisbo de fuentes testimoniales en su
información. El dato nos sale al paso durante la revisión del libro El
torneo cubano de Ernest Hemingway, terminado en 2012 y ahora mismo en
manos de su tercer editor ―el primero lo halló “bien escrito y bien narrado”,
pero no tenía recursos para hacerlo imprimir; el segundo, “lo pondría en el
plan editorial”―. Al llegar al trigésimo quinto párrafo del capítulo inaugural
del manuscrito, siente el autor cuestionada una antigua convicción acerca del
origen de las pesquerías de agujas en la costa noroccidental cubana. ¿Tenían
aquellos razón? La indagación, que se supuso corrección de un par de párrafos, colmó
un cuaderno impreso de más de 260 páginas, razón por la cual requirió de un
título ― ¿Pescadores filipinos en La Habana? (Respondiendo a Hemingway),
ahora en una editorial― y sus respuestas iniciales fueron reportadas en junio
de 2015 durante el XV Coloquio Internacional Hemingway. Fuentes históricas
absolutamente válidas muestran la existencia de una pequeña comunidad filipina
asentada en el pueblo de Regla durante el siglo XIX, la mayoría de cuyos
integrantes se desempeñaba en oficios relativos al mar: marineros unos,
operarios de un taller de velas navales los otros; varios estaban casados,
todos poseían nombres hispanos y la mayoría recibió tratamiento social de Don o
Doña. Una nueva interrogante reclamaba entonces solución.
Sábado 3 de julio de 2016 y el
que ahora escribe caminaba desde una calle inmediata al río Martín Pérez,
acercándose a la orilla oriental de la ensenada de Guasabacoa. Bajo un sol
feroz de las dos de la tarde se hallaba el Emboque de Regla, centro de la bahía
de La Habana. El muelle de las lanchas de pasajeros encogía su estructura, como
si no quisiera molestar el paisaje de aguas; levanta su torre la Iglesia
Parroquial Nuestra Señora de Regla, sobria y prestigiosa, y resistiendo la
ruina está la interesante construcción del más viejo embarcadero. A pasos
sosegados, pasos curiosos que llevan inventario de las placas callejeras, se
avanza de retorno, haciendo las veces de viajero que ha desembarcado,
penetrando el viejo casco urbano, hacia lo que fue antiguo barrio chino del
pueblo.
Regla es una península cuyo
extremo más fino apunta como un índice autoritario al largo pasadizo del canal
de entrada a la rada, diciendo por siglos quién se involucró primero en los
asuntos marítimos en la Havana
primigenia, que allí en su orgullosa orilla se levanta para deslumbrar a la
gente asomada a la borda de los cruceros y a los curtidos pasajeros a jornal de
los tanqueros y portacontenedores que de tanto en tanto aún arriban. Época hubo
en que era Regla sitio primero de desembarque, como espigón natural que su
geografía muestra, y cuántas veces el curso propio de la existencia dictó para
algunos de paso que su puerto final estaba en este sitio. Asombra cuanto
viajero distante fue enterrado en esta tierra tan impregnada de salitre: en los
libros de “Defunciones de Blancos” de la Parroquia de Regla, que se inician en
el año de 1805 observamos algunos asientos de inhumaciones de fallecidos
procedentes de la costa norteamericana, de la Florida a Boston, y asimismo de
Nueva Orleans a Campeche y Yucatán, en
el litoral del golfo de México.
Los referidos documentos, que meritarían un
detallado estudio, constituyen por lo pronto una valiosa evidencia del nutrido tráfico internacional de la rada, más
aún, el notable asentamiento en el litoral de la bahía de La Habana de personas
procedentes de prácticamente cada rincón del planeta, una parte de los cuales,
naturalmente, eran marinos de embarcaciones surtas en ese puerto. Si abundaban
los residentes de una amplia gama de localidades españolas ― Canarias,
Mallorca, Málaga, Andalucía, Barcelona o Valencia―, también recalaron y
terminaron sus días allí, otros europeos
― franceses, italianos de Sicilia o Génova, irlandeses y hasta un viajero en
tránsito, natural de San Petersburgo, Rusia.
Dejando atrás la luminosa
plazuela del templo, con sus calles de piedra, sus vendedores de velas y
solicitantes de limosnas para sus santos, tierra adentro otra vez, la vieja
calle Real es ahora Martí como en cada villa de la república. Es la gran vía
urbana del antiguo pueblo colonial, el más cosmopolita del archipiélago; ancho
pavimento para el tráfico que desciende al emboque, para retornar por la calle
Maceo. Aceras de granito pulido en algunos tramos, comercios del estado y
negocios particulares de los últimos años se abren al paso del público. Más
arriba está el parque Guaicanamar, el edificio del Ayuntamiento, el cine, lo
que resta del viejo y prestigioso Liceo, donde el patriota José Martí habló.
Hay que abandonar la calle
importante doblando a la derecha en la de 27 de Noviembre, porque el barrio que
se busca comienza allí, en la antigua Borrero
del siglo XIX, con sus dos carriles de hierro empolvados en medio del estrecho
paso entre las casas. Corto trayecto es, acabado como por sorpresa en un baldío
que colinda con las naves y las grúas de la terminal portuaria.
La de Aranguren viene desde el
centro urbano con fachadas pintadas y asciende más allá del límite de la
anterior hasta un alto donde crece una ceiba, el árbol tutelar cubano, entre
cuyas potentes raíces colocan exvotos los creyentes y el caminante se resguarda
a la sombra pacífica de la copa. “Es la Loma de los Cocos”, dice un transeúnte,
confirmando la vieja identidad de la calle misma: Cocos. Entre las fachadas de mampostería de varias épocas y
estilos, alguna de maderas derruidas cuentan de un tiempo más distante, sin
estilo, visiblemente levantadas sobre el nivel de la acera hasta necesitar
varios escalones para acceder a la puerta, como si al trazar la calle hubieran
rebajado el terreno, o la gente situara la vivienda a cierta altura cauta,
porque el mar alguna vez estuvo más cerca.
Comparten el mismo muro dos
puertas que cuentan dos historias arquitectónicas separadas por más de un
siglo. La una es de hierro, funcional y encristalada, hija de la contemporánea
necesidad de seguridad, de una fingida prosperidad y de un real encarecimiento de la madera y la obra de
carpintería; la otra de deslavada madera y sencillas molduras, venerable en su
escueto resto de pardo esmaltado. Encima de ambas, el número presente de la
vivienda, 315, y más arriba, resistiendo el óxido a que obliga el salitre
soplado por los nortes, un 89. Asiáticos empadronados en 1881 vivían en esta
calle y en las inmediatas.
Calle arriba se ascenderá hasta
lo más alto de la colina, que un poblador dice que en alguna ocasión fue
rebajada ― ¿cuándo?, ¿para qué?―. Otro comenta que aquella altura fue un
“campamento de chinos”; residuos de la memoria que resisten los avatares de la
cotidianidad y las imposiciones de la historia. Terminará el ascenso en una
plazuela despejada, con un pretil desde el que toda Regla puede verse en su
perímetro. Después de 27 de Noviembre y Aranguren, se caminará por Céspedes (Santa Rosa), Agramonte (Buenavista) y se pasarán las esquinas de
Fresneda (San Ciprian) y Perdomo (Morales), para salir finalmente por
Simpatía, que antes se llamaba de igual forma, a la periférica 10 de Octubre,
la antigua Delicias, trayecto de
salida hacia Guanabacoa como lo es hoy mismo, que fue bordeada por el caminante
hasta frente al cementerio municipal.
Pero no se abandonará tan pronto
el pueblo. Subiendo todavía la antigua calle Cocos, otra vieja casa se deja ver
dos cuadras arriba, en el 417. Sorprende la altura de la vivienda de una planta,
milagrosamente sostenida entre las dos que la escoltan, con un par de pisos
cada una bajo el mismo puntal. El estilo de la antigua edificación es
completamente similar a la que se ha visto unas cuadras antes, salvo que
aquella poseía lucetas sobre puertas y ventanas de la fachada, la segunda dicha
aun con sus cristales. La imagen ruinosa de esta otra casa no engaña al que
percibe detalles. Es antigua, sí, pero el artesano puso en ella elementos que
hoy mismo revelan cuidado y gusto a través del gris entablado que no parece
haber recibido jamás el contacto de una brocha embebida. Las tablas que permanecen
están unidas a las inmediatas con esa rectitud de forro de buque estimada por los calafates. En el borde alto
desapareció el alero, pero quedan sueltas algunas tejas criollas que dieron en
sus años providencial sombra, donde ahora se cubre de la invasión del temporal
con viejos encerados.
Faltan secciones de tablas y todo un paño de ellas fue
sustituido. Muy elevada es la puerta ventana de la izquierda, algo más estrecha
que la de la entrada principal, las dos con su jamba en los tres bordes. En el espacio
de lo que tal vez fue portón, o lo simuló quien sabe por qué fantasía de
constructor, lo que sirve para franquear la entrada es una puerta común, de
material similar al resto de la pared
frontera, reducida a las dimensiones que un humano corriente requiere para el
paso. Dos hojas tiene la de la izquierda, con una reja de barrotes lisos
reforzados con travesaños, y en cada hoja hay la de una ventana para dar luz y
mirar a la calle los de adentro.
Con todo el entablado por
fachada, por urbana costumbre los nudillos del caminante percuten la puerta, de
sonido apagado. Hay respuesta inmediata del morador, que atenderá al visitante
aunque es hora ocupada para el que debe ganarse la vida. Todo lo que quiere
saber el que está de paso es la antigüedad de la casa, pero va a saber más.
― Fue construida en 1895, aunque
los arquitectos de la comunidad siempre dicen que es de 1903. Esa ventana la
pusieron en 1935.
El hombre anda con el torso al
escaso fresco de la media tarde reverberante, porta espejuelos y manda amable a
pasar y sentarse al recién llegado. Algo en el rostro habla.
― ¿Es usted descendiente de
chinos?
― De chino no, de filipino.
Entonces todo cobra sentido: la
península rodeada por las aguas de la bahía, el paisaje portuario que abajo se
divisa, el poblado antiquísimo que de alguna parte saca su carisma, el halo de
cultura añeja que le envuelve, pese a los oficios de pobres de sus antiguas
gentes, y cierta leyenda de violencia que le circunda para los ajenos. Un
destacado etnólogo, cuya obra se cita repetidas veces en el libro resultante,
había advertido al autor sobre posibles descendientes de filipinos en Cuba,
nombrando a modo de ejemplo a un músico originario de Matanzas. En el mismo
sentido, la directora del museo municipal se dispuso también a hacer
averiguaciones, pero los antiguos manilos parecían envueltos en la neblina
difusa del tiempo, amalgamados en la infinita mixtura humana de este
archipiélago. Hasta tocar esta puerta, en esta fachada de tablas audaces,
verticales frente a la luz que se refleja desde la ensenada, a los vientos
invernales y a quien sabe cuántos huracanes de ruinosa memoria.
El hombre, el anfitrión, parece
olvidar su cortés prisa inicial, la obligación que penumbra adentro de la
morada le estaría afanando, y dice que su nombre es Pablo Suárez Vega, tiene 68
años, y es un licenciado en Control Económico ya jubilado. La abuela paterna
era filipina y se casó aquí con un español
de Oviedo. “Ella llevaba el apellido Félix, pero aquí nos lo
corrigieron, dijeron que era Feliz”. Ni el visitante ni su atento interlocutor
expresan asombro al compartir el dato: uno de los filipinos aparecidos en el
padrón de habitantes de Regla en 1881 es, precisamente, don Antonio Feliz,
vivía en esta misma calle, en Cocos número 54 y tenía cuarenta y cinco años en esa
fecha. La abuela materna era una mulata hija de mambises, y el abuelo por esa
línea, otro español. De siete hermanos, quedan dos hembras y tres varones, uno
fuera del país.
―Desciendo de filipinos, pero no
hablo “talego”.
Es el tagalo la lengua autóctona filipina hoy día, junto al oficial
inglés, y el algo residual español de la época colonial. La deformación del
nombre del idioma no es raro para quien está al tanto del misterioso y
enriquecedor trayecto de las palabras en la historia de las comunidades humanas;
lo raro es que aun de esa manera trastocada persista el recuerdo de la
identidad de su habla tras tantas generaciones alejados del distante
archipiélago del Pacífico donde tienen sus ancestros. Vaya uno a saber cuántas
herencias culturales hayan quedado difusas en la cotidianidad criolla de este
otro trópico.
Por lo pronto, su preocupación es
la casa, para reparar la cual ha pedido subsidio bancario hace años y se ha
demorado en papeleos, pero parece que pronto ya se lo conceden. Al cabo la casa
será transformada en otra, asumiendo la modernidad de la albañilería que poco a
poco cubre las fachadas reglanas hasta que se hace difícil descubrir alguna
antigua huella, ruina milagrosamente apuntalada, de lo que debieron ser las
viviendas comunes de la calle Cocos hace más de un siglo, cuando este era el barrio de los
asiáticos en Regla y el mar llegaba ahí mismo, como ha dicho Pablo, señalando el
lado de la vía opuesto al de su casa.
© Ismael León Almeida, 2016.
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